LAS ALMAS NO TIENEN EDAD

0

Subió al transporte con cierta dificultad, saludó al chofer y luego le echó un vistazo al resto del pasaje. Desde mi asiento de la cuarta fila pude ver la torpeza de sus movimientos y por un instante creí que sus ojos se habían quedado en los míos.

Sin pensarlo, quizás por puro instinto, me acerqué a la mujer y le tendí mi mano. La anciana permaneció inmóvil, observando el brazo estirado que se extendía hasta ella. Me analizó con una mirada lateral, furtiva, antes de terminar por aceptar mi ayuda.

—No sé si agradecerte que me recuerdes lo vieja que estoy —me dijo, en tono jocoso.
—No me acerqué a usted por eso —objeté sonriente.
—¡Sí, claro! ¿Por qué otra cosa se acercaría un joven como tú?

Su comentario me había tomado por sorpresa, y en ese momento le respondí con inesperada sinceridad:

—Porque un caballero sabe reconocer a una dama —dije.

La mujer no comentó nada, parecía expectante. El sol agonizante se asomó por la ventanilla y le iluminó el rostro. Todavía era bella. Y me permití imaginar por un segundo cómo habría sido en su juventud, cuando los hombres se disputaban su amor.

—¿Soy tan irresistible que no pudiste evitarlo? —preguntó al fin, sin ahorrarse la ironía.
—Tal vez —le dije con afabilidad—. En definitiva, para mí, las almas no tienen edad. 

Ella parpadeó complaciente ante mis dichos, y una mirada de ojos nuevos se quedó en los míos, para luego bajar hasta mi boca y rendirse allí por segundos que se hicieron eternos. Y mientras yo evitaba sonreír, ella ladeó la cabeza casi imperceptiblemente. Pensé que me besaría, pero el ómnibus se sacudió al pasar sobre un bache y la mujer terminó entre mis brazos. Una sonrisa y un suspiro se le enredaron en los labios cuando una parte de ella rodeó mi cintura. Rehuí su mirada, la que pude sentir posada sobre mi cuello, mientras la ayudaba a recobrar la postura. Enseguida noté, que con una mano eludía un botón de mi camisa y las yemas de aquellos dedos buscaron el vello sobre mi piel.

—Señora —le dije, y no hubo respuesta, ella seguía ensimismada. Yo insistí —: Señora, me permite —y le ofrecí mi mano de sostén para que pudiera sentarse en la primera fila. La mujer en silencio se aferró a mí, hasta que logró acomodarse.
—Gracias, querido —me dijo sin mirarme, parecía avergonzada.

Quise decirle que todo estaba bien, que me sentía halagado, pero al final volví a sentarme sin pronunciar una palabra.

Unas pocas cuadras después, la mujer le hizo una seña al conductor para que se detuviera en la siguiente parada. Al llegar, se puso de pie, y sin voltear a verme, se bajó. En ese instante supe, con un dejo impropio de nostalgia, que al perderla de vista sería imposible volver a dar con ella. Y me quedé mirándola, hasta que se convirtió en una aguja de ese inmenso pajar que son las atestadas calles de Buenos Aires.

El ómnibus siguió su derrotero sobre callejuelas, avenidas, empedrados y cruces, bajo un cielo que agotó su luz para macularse de estrellas. Minutos antes de llegar a destino, me bajé intempestivamente. Caminé por la noche de esas calles solitarias, al abrigo ambarino de las farolas vaporosas, mientras recordaba lo que había sucedido con aquella mujer. Me pregunté si la anciana tendría alguna compañía, si alguien, en algún sitio de esta inmensa ciudad, la estaría esperando. Pero no pude evitar imaginarla sola, abandonada por el mundo.

La soledad puede ser impiadosa, pensé, justo cuando detuve mi marcha frente a esa casa conocida, una que llevaba mucho tiempo sin visitar. Y toqué el timbre, de esa forma especial que siempre lo hacía. Al minuto, sus ojos repletos de ensueño me devoraban desde la ventana contigua a la entrada. La luz del pórtico se encendió al mismo tiempo que se abrió la puerta. Mi madre, con su corazón por delante, me tendió los brazos. Me preguntó si me encontraba bien, mientras me palpaba el cuerpo para asegurarse de que aún estuviera de una pieza.

A poco de entrar, me reencontré con el retrato de mi padre, que seguía allí, desde mucho antes de que lo perdiéramos. Y sobre una mesa, las medicinas de mi madre parecían multiplicarse, por cada año que seguía aquí sin él.

Le dije que me quedaría a pasar la noche, me miró extrañada y no pudo disimular su alegría.

—¿En verdad te vas a quedar?… —me indagó ilusionada.
—¡Sí! —le respondí, aunque mi mente estaba en otro lado —. Necesito preguntarte algo —me encontré diciéndole.

Ella asintió sin comentar nada, expectante, contemplándome con fijeza mientras yo me hundía en un silencio prolongado.

—¿Viajás mucho en ómnibus? —le solté al fin.
—¡¿Qué clase de pregunta es esa?! —exclamó sorprendida.
—Una, como cualquier otra —alegué, tratando de apartar una idea ridícula sobre mi madre que me había perseguido en las últimas calles hasta instalarse en mi cabeza.
—¿¡Adónde querés que vaya!? —me preguntó—. Mis amigas viven por el barrio y las compras las hago aquí a la vuelta, en el supermercado chino…

Me dirigí hasta mi antigua habitación. Mamá me siguió, aún argumentaba su respuesta. Yo no lograba vedar esa imagen de la mente: mi madre, en la misma situación de aquella anciana, abordada en el ómnibus por un joven que intentara aprovecharse de sus carencias. Algo así no podría terminar bien, pensé, mientras me quitaba la gabardina. Un hombre astuto podría engatusarla para ingresar a la casa con fines insospechados.

Tomé los cigarrillos y el teléfono móvil de mi abrigo. Palpé mi camisa y los pantalones y giré contrariado a mirar a mi madre, que con las cejas levantadas, me observaba desde la puerta, bajo el dintel del dormitorio.

—Olvidate de lo que te pregunté —le dije con una sonrisa nerviosa.

Me sentí el ser más estúpido del planeta, cuando después de revisar toda mi ropa noté que me faltaba la billetera.


Obra ganadora del certamen 2022 de cuentos II
Publicado en el libro: “Entre cuentos”.
ISBN: 978-987-85-2601-0
Editorial Dunken © 2023


© 2021 Pablo Alejandro Pedraza
 Buenos Aires, Argentina
Todos los derechos reservados



¡Sí te ha gustado, compartelo!

Tal vez te interesen estas entradas

No hay comentarios

Invitame un café en cafecito.app