ANTE SUS OJOS

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A mi abuela.


Miraba por el ventanal, mientras escuchaba al viento rezongar y a la llovizna golpear el paisaje, deformándolo con cada gota que se arrastraba por el vidrio esmerilado. Entonces recordé a mi abuela, la madre de mi padre, mujer sabia y analfabeta, con aquella sonrisa demoledora y contagiosa que blandía con la inocencia pícara de una niña pueblerina. Esas tardes con aroma a flores, canela, té con leche y tortas fritas, en las que le enseñaba a escribir su propio nombre y ella me hablaba de su amiga, la vida. Fue a la única persona a la que llamé Abu y ella solo a mí me decía pichón. A mi padre lo apodaban León y él solía llamarme Tigre, pero ambos nos sentíamos pequeños gatitos ante su dulce presencia.


Ella no vivió tanto como mi abuelo materno, pero me dejó enseñanzas únicas de bondad, nobleza y humildad, que están indelebles en mí. El día que abandonó este mundo vino a visitarme, aunque su cuerpo estaba en aquel catre de la terapia intensiva. Me dijo que todo iba a estar bien, que ahora era libre para venir a verme todas las veces que quisiera. Y así lo hizo, más seguido en mi adolescencia y luego en menor grado, a medida que me fui haciendo hombre.


Me quedé con mil preguntas que me hubiese encantado formularle, aunque algunas veces me llegaron sus respuestas luego de su partida, en las noches, disfrazadas de sueños vívidos, cuando las defensas de la lógica se duermen y el alma se vuelve receptiva.


No sé si ella considere que estoy bien encaminado y por eso ya no pase por aquí; o quizás sea culpa de mi alma que se fue ensuciando con el paso de los años y no pueda percibirla.


Solo ansío, ante sus ojos, ser un hombre digno de sus enseñanzas.



© 2021 Pablo Alejandro Pedraza

Buenos Aires, Argentina





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