Lo que voy a contarles, aquí y ahora, les parecerá cuanto menos sorprendente. Pero no quiero apartarme de la verdad, aun si con mis dichos se cuestionara mi cordura. Lo mejor es contar las cosas tal cual fueron. Y así lo haré:
Recuerdo que fue un 4 de agosto cuando recibí en mi teléfono móvil el mensaje que inició todo: un agente literario, al que todos llamaban «El Presidente», me acercó el encargo. Me ofrecía la posibilidad de crear un cuento de misterio que debía entregar al final de ese mes. Este sería publicado en la sección de nuevos talentos para “Efecto Poe Magazine”, en la página central y a doble columna. Eso me aseguraba una vidriera interesante, ya que el prestigio de esa revista la hacía una de las más leídas entre el público y la gente del medio. Había gastado buena parte de mis ahorros para enviar por correo mis cuentos a todos los editores de la ciudad, una tarea que me llevó un par de meses. Las respuestas, cuando las hubo, siempre fueron negativas, y por eso esta oportunidad me llenó de entusiasmo. La paga no era mucha, pero creía que cuando cobrara mi cheque y viera la historia publicada, podría considerarme un escritor.
Sin embargo, aquel fervor de diletante muy pronto se esfumó. Con el correr de los días mi cabeza se fue perdiendo en laberintos de tribulaciones y cuestionamientos que me anularon por completo. Ni una sola palabra logré escribir en esos veintiséis días. ¡Nada de nada! Y eso fue todo.
La noche del 31 de agosto, que era la última antes de perder mi chance, me sentía frustrado y no lograba escapar del insomnio. Las horas pasaban y seguía allí, apoyado sobre el respaldar de la cama, con mi esposa descansando a mi lado y tomados de la mano. Nos dormíamos así en muchas ocasiones, algo que ni el paso de los años nos pudo quitar.
Aunque ya no quedaba tiempo, seguía dándole vueltas al asunto en mi cabeza. Y fue entonces, cuando recordé una biografía que había leído sobre Stephen King, en la que explicaba un método, según él, muy efectivo. Y sin meditarlo mucho decidí ponerlo en práctica en ese mismo momento.
Casi en las puertas de la hora de brujas, me encontraba listo para el procedimiento. Había tomado de mi mesa de noche un cuaderno de hojas rayadas y el lápiz más simple que encontré, entre las lapiceras y plumas que poseo. Nunca me gustaron esas varas de cedro, con sus minas cilíndricas y la carbonilla impregnándose en el canto de mi mano, pero sentí que iniciar este experimento sin apegos banales, era lo mejor.
Stephen mencionó, según recordaba, la posibilidad de escribir sin armar esquemas ni estructuras previas, y aseguraba que podía hacerse con la mente completamente en blanco. Cosa que en su momento me pareció una excentricidad. Pero en medio de mi desesperada situación y no teniendo otra alternativa a la vista, respiré hondo y me entregué a la idea. Abrí el cuaderno, expuse una de sus páginas en blanco e intenté crear una imagen similar dentro de mi mente. Mientras que en el margen superior izquierdo coloqué la fecha: 31 de agosto.
Comencé con la timidez de quien no sabe qué decir, mientras el silencio de la noche acrecentaba el sonido del grafito en su roce contra el papel. Dejé que mi mano se moviera libremente y que los trazos hallaran su camino a medida que avanzaba. La negrura de esas letras, que se multiplicaban, fueron tomando dominio en su anárquico camino por sobre la claridad.
El experimento parecía estar dando resultado, completé la primera carilla sin dificultad y cuando giré la página para continuar, el cuaderno, la cama, mi mujer, y la habitación, se habían esfumado. Y así, de la nada, me encontré en medio de la más absoluta oscuridad.
Pensé que me había quedado dormido y que todo era parte de un sueño, pero, aunque lo intenté, no logré despertar. Comencé a buscar una salida palpando todo con mis manos, pero lo único que encontré fue una pared sin fin. Comprendí entonces que estaba atrapado en un pozo cilíndrico. Alcé la vista y pude vislumbrar un resplandor que provenía de un resquicio, quizás, a unos seis metros por sobre mi cabeza. Sin otra posibilidad intenté escalar en busca de esa luz, pero no tuve éxito hasta que encontré ese hierro del cual me aferré para alcanzar la cima.
Al llegar a la abertura logré salir sin dificultad, y me costó mucho comprender lo que veía. Era imposible, pero me encontraba allí, sobre la página de mi propio cuaderno. Ese rectángulo blanco era tan grande como una cancha de fútbol, aunque no sabía si era así de inmenso o yo me había reducido al tamaño de un pequeño insecto. Aún seguía tomado de la varilla por la que había trepado, que continuaba como un tirabuzón, y entrelazaba una línea de agujeros consecutivos. Y entonces comprendí que había ascendido, por una de las tantas perforaciones, usando el espiral de mi cuaderno.
Me solté y en pijama caminé hasta que mis pantuflas rozaron la doble línea del margen, desde ahí contemplé las rayas infinitas que delimitaban a cada renglón. Cuando intenté avanzar sobre la hoja, una voz en la lejanía me detuvo:
—¡No! —bramó con fuerza, cuando aún su silueta no se diferenciaba de su sombra.
Era un hombre de mí misma talla, vestido de negro, y con su andar peculiar no tardó en acercarse.
—¡No sea sacrílego! —me dijo, agitando una de sus manos.
Parpadeé, observando sus facciones una y otra vez, con mis labios despegados.
—¿Es usted Stephen King? —pregunté con rápido entusiasmo.
—Cómo se le va a ocurrir pisar este suelo sagrado con sus… ¿Pantuflas? ¡Vaya que salió apurado! Espero que no esté intentando con esto imponer alguna moda. Odio las nuevas modas.
—No, señor, qué va, nada de eso.
—Más le vale. Pues esas cosas en sus pies, aunque le parezcan inofensivas, son muy peligrosas. He visto a varios y buenos escritores perderse en ellas y convertirse en grandes holgazanes.
—Perdón, no sé si comprendo lo que me dice. Pero usted, ¿es quién yo creo?
El hombre tomó una gran bocanada de aire que opacó la rubicundez de su rostro, y al dejarlo salir asintió con su cabeza.
—Tiene que descalzarse para poder entrar —puntualizó, mientras se alejaba dirigiéndose al centro de la hoja.
Tropecé con mis propios pies y caí de espaldas, pero me levanté de un solo movimiento con el impulso irrefrenable de seguirlo.
—¡Las pantuflas! —gruñó a la distancia.
—¡Cierto! I'm sorry —me disculpé, y me las quité, dejándolas abandonadas ahí mismo, antes de salir tras él.
Me puse a la par y caminamos juntos mientras él hablaba:
—Debe existir un contacto directo, íntimo con la hoja, y qué mejor que por los pies donde se encuentran todas las terminales nerviosas.
—Supongo —dije.
—¿Y qué hace usted aquí? —me indagó Stephen—. Sí es que puedo preguntarle.
—La verdad, no lo sé —dije contrariado, y le conté todo lo que había sucedido hasta ese momento.
—Ahora comprendo su atuendo —se compadeció—. Por lo que me cuenta, está parado en el caos. Olvídese de todo eso, olvídese del mundo por completo, menos de usted —dijo, señalándome con el dedo—. Tiene que pensar menos y sentir más, para conectar de otra manera con las cosas. Debe tener una mirada amplia de su entorno, pero muy atenta a los pequeños detalles, ahí está lo importante. Recién después, desde ese punto de partida, va a poder repensar todo y le aseguro que volverá a escribir.
—¿Señor King?...
—Puedes llamarme Stephen.
—Si, señor King, perdón, Stephen. Quisiera hacerle un millón de preguntas... —le aseguré, antes de quedarme mudo, atragantado por ese millón de palabras que no lograban pasar todas juntas por mi garganta. Y en ese momento, para evitar verme como un tonto, se me ocurrió decirle que ya no recordaba ninguna de esas preguntas.
Me miró y vi el destello de sus ojos claros tras el cristal de las gafas al esbozar una sonrisa.
—Tranquilícese y disfrute del momento —dijo—. Va a tener que acostumbrarse a que no puede tener siempre el control de las cosas. Eso mismo sucede en la literatura, y más aún en la vida. Vea mi caso, desde el dolor he creado mis mejores textos. Y no es que lo buscara, o que piense que el amor o la alegría no sean sentimientos poderosos, pues lo son y además sanadores. Pero no hay duda de que el sufrimiento por un desamor o la desnudez de la ironía suelen ser mucho más interesantes para escribir.
Hablamos mucho, y creo que en algún momento sus respuestas se volvieron ambiguas y cuando no inmensas, tan grandes como el cosmos mismo. Yo solo buscaba frases cortas, declaraciones simples que revelaran los secretos de su profesión, y probablemente eso fue lo que me ofreció, pero no estaba listo para comprenderlo.
Yo había quedado atrapado en mis pensamientos sin notar que Stephen me observaba mientras caminaba en círculos. Se acercó, posando una de sus manos sobre mi hombro, y me dijo:
—Cuando pequeño, en unos terrenos libres cerca de mi casa, construyeron un carrusel. No era muy vistoso, aunque nada en esa época lo era, pero nos resultaba emocionante montarnos en él. Siempre había un hombre, que con su mano agitaba una sortija frente a los rostros divertidos de los niños que giraban. No faltaba ni uno solo que, en cada vuelta, no intentara arrebatarle aquella sortija. Y cuando al fin alguien lo lograba, la blandía como un estandarte de victoria, sintiéndose el más fuerte y sabiendo que además obtendría el premio: algunas vueltas gratis. Creo que la vida es un poco así, y que somos como ejes individuales que giramos, al igual que aquel carrusel de antaño, solo que nosotros lo hacemos con el impulso del alma.
King se puso en cuclillas, y con los ojos cerrados pasó su mano con suavidad sobre el papel, rozándolo únicamente con sus dedos. La superficie de la página se tornó más clara. Stephen sacó una pluma del bolsillo de su camisa y dibujó un gran círculo en el suelo, en su centro escribió la palabra carrusel. Las letras comenzaron a vibrar una a una y los trazos que la formaban se separaron elevándose. El círculo comenzó a girar y todo se mezcló en un torbellino que al despejarse dejó formado un carrusel de tinta al que me invitó a subir.
Stephen se colocó a un lado, y al igual que aquel hombre de su infancia, comenzó a agitar su lapicera como si fuera una sortija. Y en cada vuelta esquivaba, como un hábil torero, los embates de mi mano que intentaba quedarse con su pluma. Y así fue, giro tras giro, mientras King continuó con su relato:
—Puedes llegar a sentirte mal algunas veces —dijo —, especialmente en los momentos de fama, donde todo es más rápido y puedes marearte. También podrías pensar en querer bajarte o inclusive en detenerte, pero el secreto está en dejarse llevar y disfrutar del viaje. Y quien te dice que en un momento límite de la vida, cuando creas que tu viaje está llegando a su fin, logres sacar la sortija y puedas dar algunas vueltas más.
Y fue justo cuando terminaba esa frase, que de un manotazo me quedé con su pluma. King retrocedió, mientras el carrusel aumentaba su velocidad vertiginosamente, y conseguí ver que me aplaudía sonriente justo antes de desmayarme.
Desperté en la habitación y estaba solo, la claridad lastimaba mis ojos aún confundidos, y los pájaros insistían con sus melodías trilladas. La ducha me ayudó a despegarme de las sábanas y de aquel extraño sueño, pero no así de mis preocupaciones que se acentuaron más después del desayuno. Muy pronto el teléfono me daría el aviso y tendría que asumir mi fracaso. Al incumplir con el pedido del Presidente, perdía esa oportunidad, pero también las próximas posibles que pudieran venir de su mano o de alguna editorial ligada con él.
Al final, aunque lo esperaba, cuando el mensaje llegó me hizo dar un respingo. Pero mi sorpresa fue mayor cuando al verlo noté que se trataba de aquel mensaje en el cual, El Presidente, me hacía el ofrecimiento para el cuento de misterio que nunca hice. Más confuso me sentí al revisar la fecha de mi teléfono móvil. Salí al patio trasero donde mi esposa regaba el jardín y le pregunté qué día era hoy. Ella, al igual que mi móvil, me dieron la misma respuesta: 4 de agosto. Imposible. Yo sabía perfectamente que hoy era el primer día del mes de septiembre, y una amarga jornada con sabor a derrota, por cierto.
Me dirigí por el pasillo directo al dormitorio y comencé a revolver la cama en busca de mi cuaderno. Fue cuando vi algo que brillaba entre las sábanas, y lo tomé.
Por un instante me quedé sin aire, como si hubiese recibido un puñetazo en la boca del estómago. Cómo era posible que ese objeto tan particular estuviera ahora sobre la palma de mi mano. Sin duda se trataba de la misma, la de mi sueño, la pluma que le había arrebatado al mismísimo Stephen King.
Seguí tanteando con la otra mano y a los pies de la cama encontré la libreta. Tenía rellenas cinco de sus páginas, las de mi encuentro con Stephen, que son las mismas que aquí les compartí. Y allí estaba lo que buscaba, en la primera hoja y sobre el margen superior izquierdo, decía: 31 de agosto. Mis manos se sacudieron como si el cuaderno quemara, y este se precipitó al piso. En lugar de levantarlo me senté junto a él, y fue entonces cuando noté que faltaban mis pantuflas, las cuales siempre dejaba junto a la cama. Me tumbé en el piso para mirar debajo del sommier y encontré el lápiz, el de esa noche, con su punta completamente gastada.
Estaba aturdido, y aunque hubiera querido gritar, creo que no tenía voz. Tomé el cuaderno, la pluma y el lápiz y los metí en el último cajón de mi mesa de noche y me alejé de allí lo más rápido que pude.
Cuando el sol se ocultó regresé a casa, había pasado esas horas en el parque, fumando, mientras un grupo de niños daban vueltas en un carrusel, igual que lo hacía mi cabeza.
A la mañana siguiente me sentí fatal. Busqué en Internet la dirección de la familia King, desayuné frugal y salí cargando mi abrigo, con la pluma de Stephen en uno de mis bolsillos.
La chica del correo armó una bonita encomienda, a la que le sumé una nota manuscrita que decía: «Encontré esta pluma y la regreso a su dueño», al final de la hoja agregué mi e-mail.
Los veintiséis días que siguieron fueron insoportables y repetidos, la cita con el dentista, las visitas de amigos, las tapas de los diarios, la película de estreno y las noticias de actualidad, todo era igual a lo que recordaba. Traté de hacer las mismas cosas y comportarme de la misma manera, como si la supervivencia del mundo dependiera de ello. Y al fin llegó nuevamente la noche del 31 de agosto, pero esta vez no tenía insomnio. Por alguna extraña razón no podía mantener mis ojos abiertos y me quedé dormido tan pronto tomé la mano de mi esposa. Al despertar, las memorias del futuro ya eran parte del pasado y fue un alivio recuperar la incertidumbre de no saber el porvenir.
Esa misma mañana, le hice llegar los textos del cuaderno al Presidente, preservando el nombre de Stephen y cumpliendo en tiempo y forma con lo pactado.
Jamás comprendí lo que sucedió aquella noche, ni tampoco encontré una explicación para el desfase de tiempo, y menos podría intentar echar luz al hallazgo de aquella lapicera entre las sábanas. De todo esto, decidí quedarme con una sola cosa: con la carta que recibí cinco días después. Fue un correo electrónico del cual no conocía el remitente y no tenía descripción en el asunto. Pero resultó ser de la señora King.
Fragmento de la carta de la Sra. King:
“Estimado señor:
No sabe la felicidad que ha sido para nosotros el haber recibido su encomienda. Le vamos a estar eternamente agradecidos por lo que usted ha hecho. Esta pluma significa mucho para mi esposo, fue un regalo que le hice en los años 70, y con ella escribió la mayoría de sus obras. Me sorprende que Stephen la extraviara, ya que es bastante quisquilloso con ella. Aun no comprendo cómo recorrió tantos kilómetros, pero fue una suerte que usted la encontrara y nos la enviara en el momento justo. Puesto que mi esposo, sufrió en estos días pasados un extraño episodio, cayó en un coma profundo el 4 de agosto, y recién despertó veintisiete días después, al finalizar el 31. Los médicos no saben a ciencia cierta qué fue lo que le ocurrió, hablan de un posible virus, pero en concreto no tienen nada.
Cuando Stephen despertó, lo primero que hice fue llevarle su pluma al hospital, y eso lo cambió todo.
Él, abrió sus ojos y me miró después de tantos días ausente, y lo hizo igual que cuando despertaba de sus siestas.
Al mostrarle su pluma, me sonrió.
—¿El mundo aún gira? —preguntó.
—Sí —respondí.
—Entonces la vida me sonríe —dijo.
Lo miré con extrañeza, sin comprender, y fue ahí cuando me quitó la pluma de la mano. La empuñó, aferrándose a ella como si fuera un trofeo y la alzó lo más alto que pudo.
—Me gané algunas vueltas más en este mundo —dijo.
Y al escucharlo sentí que era el Stephen de siempre, y el miedo en mi rostro desapareció...”
Nunca contesté esa carta, y no creo que la señora King esperara que lo hiciera. Además, no tenía respuestas para darle.
En referencia a Stephen, después de aquella noche siempre lo sentí cercano, y me gusta imaginar que a él le pasa lo mismo. Pero jamás nos escribimos ni una sola línea, supongo que ambos sabemos, que no hace falta.
Al final, mi cuento se publicó, fue el primero de tantos otros. Con el paso de los años también una docena de libros, algunos con éxito y la mayoría no. Aunque para mí el triunfo verdadero fue haberlos concebido, lo demás, lo dejé siempre en manos de los lectores.
Ahora, soy un anciano, y sepan disculparme por todo esto, pero no quería que al detenerse mi carrusel se perdiera esta historia para siempre.
Soy feliz, pasando los días que me restan entre mis textos y libros favoritos. Y aunque mi vista ya no es lo que era, me las compongo para seguir creando historias que me hagan soñar. Por las noches, jamás volví a tener insomnio, duermo tranquilo junto a mi esposa. Aun tomados de la mano.
© 2019 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina
Que hermosa historia!
ResponderBorrarMuchas gracias, Sonia. Saludos!
BorrarUn cuento que nos deja girando en esa calesita, en ese instante onírico en el que la realidad y la fantasía se conjugan para dar lugar a la mágica literatura que nos regala tu pluma.
ResponderBorrarMuchísimas gracias, María, por tus generosas palabras! Cariños!
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