Desesperado intentó escapar poniendo en ello todos sus sentidos. Trepó hábilmente por las rocas que lo separaban de la maleza más profunda y auguró perder en ella a su implacable perseguidor.
Cuando logró internarse en la espesura se sintió contrariado, pues en la huida había perdido el rumbo y el rastro de sus compañeros.
Después de un momento de aparente calma bajó el ritmo de la marcha, suponiendo que se encontraba a salvo. Lo que no sabía era que desde lo alto alguien lo acechaba, esperando el momento justo para atacar.
Un frágil sosiego fue la antesala de aquel suceso escalofriante. Una mano, de gigantescas dimensiones, descendió del cielo para tomarlo. Lo atenazó por el medio del cuerpo y lo alzó hasta enfrentarlo con dos enormes ojos que bizquearon al observarlo.
—¡Mamá! Atrapé un bicho raro que no tenía —gritó Gabriel con entusiasmo, al tiempo que introdujo al escurridizo insecto en un frasco y le ajustó la tapa repleta de pequeños orificios, poniéndole fin a la huida.
© 2018 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina
Qué final! Me gustó mucho. Atrapante estilo. Saludos!
ResponderBorrarMuchas gracias por pasar, leer y comentar! Gran abrazo!
BorrarMuy bueno, me encantó. Me recordó cuando era niño y jugaba en el jardín de mi abuelo. Gracias por compartirlo. Un abrazo!
ResponderBorrarHermoso que este texto te lleve a conectar con la niñez! Muchas gracias por comentarlo! Abrazo!
BorrarWoow. ¡Me encantó!
ResponderBorrarMuchísimas gracias. Cariños!
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