A mi amigo, Hugo Alberto Alonso,
apasionado hombre de letras…
La brillantez de sus obras iluminaron este escrito
El MEK activó su sistema de reconocimiento y avanzó con lentitud entre los árboles quemados a la vera del camino, los escombros y hierros retorcidos, en un terreno lacerado por los cráteres de los bombardeos. Se dirigió al casco principal de una estancia, alertado por su humeante chimenea. La única estructura que parecía seguir en pie en aquella zona. Solo se escuchaban los rotores y engranajes de sus piernas, acompasados con los pistones neumáticos instalados en sus pantorrillas. Y de pronto, un sonido seco que identificó como la recarga de un arma, lo obligó a detenerse. El viejo Isaac, con su rifle, le apuntaba a la cabeza.
—¡Ni un paso más! ¡De la vuelta y váyase!
—Amenaza detectada —dijo el MEK, con tono metálico—. Deponga su actitud o será neutralizado —advirtió, amplificando su voz.
—¡Estas son mis tierras! ¡Vete ya, maldito pedazo de hojalata! —rugió con vehemencia el viejo, salpicándose el mentón con su propia saliva, mientras el cañón de su rifle delataba el aumento de sus nervios.
—Adoptando posición de ataque —anunció el MEK, y una coraza protectora en forma de escamas se deslizó desde la espina, cubriéndole la cabeza por completo hasta formar una única pieza sólida. Y por el visor blindado del robot, Isaac, pudo ver que aquellas luces que traía por ojos se tornaron rojas.
El viejo reculó unos pasos, el vapor blancuzco de sus exhalaciones denotaban su agitación. Puso su rodilla a tierra, envolvió su antebrazo con la correa del rifle y reafirmó la culata en su hombro, listo para disparar.
—¡Es la última advertencia! —dijo el viejo, quitando el seguro y colocando el dedo en el gatillo. Y con un segundo aire de coraje espetó: —¡Largo de aquí o abro fuego!
El MEK, levantó la mano derecha en dirección a Isaac; la cerró en un puño y un zumbido creciente acompañó a una gran acumulación de energía, la que hizo resplandecer su brazo cada vez con mayor intensidad.
—¡Alto! —gritó el joven Henry a espaldas del robot, dejándose ver tras unos fardos de heno.
Aquel imponente intruso mecánico, en una milésima de segundo, realizó un giro de ciento ochenta grados y tomó a Henry como su nuevo objetivo.
—¡Vete Henry! ¡Aléjate! ¡Es muy peligroso! —bramó el viejo con desesperación. Y fue en ese preciso instante en que el rifle corcovó en una detonación sorda que lo tomó por sorpresa; y el cañón humeante se precipitó al suelo.
El impacto del proyectil dio de lleno en la columna del robot, haciéndolo trastabillar unos pasos. Y por algunos segundos, el sistema de balance colapsó y los múltiples sensores de su estructura perdieron la orientación. Luego, tras una serie de chispazos acompañados de quejidos metálicos, pareció recuperar la postura. El MEK, giró con su brazo extendido, dispuesto a martillar sobre el anciano la descarga mortífera de su brazo.
Isaac seguía arrodillado en el mismo sitio, aunque ya no parecía ser una amenaza, el brazo del MEK lo sostenía en su mira. El viejo alzó la frente y se entregó a su suerte sin intentar escapar. Fue cuando el dardo magnético que había disparado contra la columna del robot se activó en una poderosa descarga eléctrica.
El MEK se paralizó y luego se apagó por completo. Cayó de espaldas, levantando una gran polvareda.
Isaac se puso de pie, ayudándose con su rifle, y en un avance dubitativo se acercó al robot.
—¡Así se hace! —gritó Henry con entusiasmo, mientras corría al encuentro del viejo.
—¿Te encuentras bien?… —le preguntó Isaac al joven Henry, quien no lograba contener la alegría.
—Sabía que ese juguetito suyo lo derribaría… Qué lo convertiría en chatarra...
—Jovencito, este no es ningún “juguetito” —dijo el viejo Isaac con ojos de desaprobación—. Es un rifle modificado que dispara proyectiles electromagnéticos. Y es muy peligroso.
—Discúlpeme usted, don Asimov, es que aún no salgo de mi asombro.
—Sabes, Henry —dijo Isaac Asimov, acomodándose las gafas—, tú eres mi vecino más valiente, pero también increíblemente estúpido… ¡Podría haberte matado! ¡¿En qué estabas pensando?!
—Usted dijo que necesitábamos darle en la base de la espalda. Y este cacharro parlante no parecía tener intención de darse la vuelta por sí solo…
—No lo entiendes, ¿verdad? Lo mío son las letras, jamás había disparado un arma antes. Y aún no estoy seguro de comprender cómo lo hice.
Henry, por toda respuesta, alzó sus hombros y los dejó caer con desfachatez. Y don Isaac Asimov lo miró negando por lo bajo al exhalar ruidosamente por la nariz.
—Bueno… vamos —dijo el viejo—, ayúdame a engancharlo al tractor. Lo llevaremos al granero.
—¿Y qué haremos con él? —preguntó Henry.
—Necesito mis notas —murmuró Asimov, mientras se alejaba en dirección a la casa sin responderle. El joven fue tras él.
Sobre su silla mecedora, asomándose tímidamente entre los pliegues de una desgastada cobija, el viejo Isaac Asimov encontró su libreta.
—¡Henry! Ya puedes apagar la chimenea, no queremos que todos los robots de la zona vengan a fisgonear por aquí. Con el que hemos capturado ya tenemos lo necesario para el experimento… ¡Maldición! —exclamó Asimov indignado— ¿Por qué diablos usaste mis libros de “Foundation” para encender el fuego? ¡Aquí hay tantas enciclopedias de escaso valor con muchas más páginas!...
—No sabía que esos libros fueran justo los suyos —dijo Henry con cierta timidez.
—¿Acaso nunca leíste una de mis obras?
—… No —respondió el joven con voz queda.
Isaac lo miró una vez más y negó por lo bajo. Y como era su costumbre, exhaló ruidosamente su fastidio por la nariz.
—Mejor dejemos el tema así… Y vayamos a sacar al MEK de la entrada.
Unas horas más tarde, aquel intruso mecánico ya se encontraba dentro del granero y Asimov repasaba en sus notas las tres leyes de la robótica que había creado hacía varias décadas; antes de llegar a imaginar el terrible exterminio a manos de las máquinas que desde hacía tres días pesaba sobre el planeta.
—Estos son los datos con los que reprogramé el sistema de nuestro amigo —dijo Isaac, pasándole la libreta a Henry con los apuntes de su propio puño y letra, y luego agregó—: Debo advertirte que todo esto es teoría, la que funciona bien en mis novelas, pero jamás fueron probadas en un contexto real.
El joven tomó las notas y se dispuso a leer con detenimiento:
Las tres Leyes de la robótica (por Isaac Asimov)
Primera Ley: “Un robot no puede dañar a un ser humano ni, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño”.
Segunda Ley: “Un robot debe cumplir las órdenes de los seres humanos, excepto si dichas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley”.
Tercera Ley: “Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que ello no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley”.
—Entonces, don Asimov, ¿el experimento está terminado? —preguntó el joven tendiéndole las notas.
—Solo queda un pequeño detalle —respondió Isaac—, despertar a nuestro bello durmiente de dos metros de altura y trescientos kilos de mal genio, y esperar que resulte todo bien —remató con tono irónico.
El joven Henry lo miró preocupado.
—¿Y cómo piensa lograrlo?…
—Con una nueva descarga eléctrica, mi querido amigo.
Afuera, una noche sin luna ya se había devorado el día. A la distancia, los horrorosos ecos del exterminio llegaban a la granja en oleadas intermitentes que traía la brisa. Y más allá, resplandores sordos y rojizos se arrastraban sobre la línea del horizonte.
Isaac Asimov se percató de ellos, pero dirigió su atención al antiguo motor de dos tiempos que generaba luz para la casa y el granero. Colocó el juego de cables, uno a la salida de cada borne, y los desenrolló sobre la tierra hasta el lecho de paja en que se encontraba el robot. Ató el primero a su estructura metálica y el segundo lo acercó a unos circuitos en la base del cuello.
—¡Llegó el momento, Henry! —exclamó Isaac a viva voz.
El joven atento a sus indicaciones, al otro extremo del cobertizo, le mostró el pulgar levantado y afirmó en su hombro la culata del rifle modificado.
Isaac movió la mano con lentitud y los alambres de cobre hicieron contacto con el MEK en un breve fogonazo que dejó sin luz al granero y lo envió de espaldas al piso.
El robot recuperó su luminiscencia y se levantó con dos movimientos certeros. Escaneó la negrura y su brazo inesperadamente reinició la carga de su mortífero cañón de plasma.
—¡Espera, Henry, no dispares! —bramó Isaac desde el suelo en la oscuridad.
Aquella máquina, creada para el exterminio de la raza humana, se quedó inmóvil, mientras la carga del arma crecía en intensidad sonora y luminosa. Detrás del MEK, comenzaba a originarse un principio de incendio por las chispas de la misma descarga que había restablecido el funcionamiento de sus circuitos.
Isaac se levantó y retrocedió con las palmas de las manos visibles a cada lado de su pecho, cuando un reflector de búsqueda activado por el robot lo encontró.
—¡Voy a disparar! —gritó el joven alterado.
—¡No! ¡Espera! —vociferó el viejo Asimov, bañado completamente por la luz.
Henry, pasmado, observaba la escena por el alza de la mira temblorosa por los nervios. Y de pronto, el humo creciente del fuego envolvió a Isaac y el MEK. La nube espesa, resplandeciente y cegadora por las luces del robot, parecía sólida. El joven, ahora aterrado, no lograba dilucidar nada entre el humo blancuzco. Fue cuando escuchó la voz metálica del MEK, que hizo vibrar la estructura del granero:
—Desactivando sistema de ataque —moduló.
El brazo del robot se apagó y la coraza se replegó a su reservorio original. Y viró intempestivamente hacia el fuego y lo extinguió con una espuma viscosa que salió de un pico retráctil en la palma de su mano.
El MEK avanzó, sin detenerse en Isaac, saliendo del granero. Giró su muñeca izquierda y diferentes tipos de manos pasaron ante los ojos del viejo Asimov, que lo observaba extasiado. Hasta que una de aquellas extremidades metálicas coincidió con una herramienta alargada, que emitía de su punta fulgores azulados. Con ella le dio arranque al viejo motor y la luz regresó a la finca. Volvió a seleccionar su mano humanoide y permaneció de pie con sus funciones listas, pero en actitud de reposo.
Henry se acercó a Isaac, ambos miraban la mansedad del robot con fascinación. Don Asimov realizó algunas pruebas con el MEK. Preguntas concretas que le confirmaron que sus tres leyes de la robótica eran ahora las nuevas directivas que dominaban las acciones de su sistema. El experimento había resultado un éxito.
—Creía que a estas máquinas no se las podía cambiar, que era solo eso, metal, engranajes y cables… pero esta noche usted, don Asimov, me demostró que estaba equivocado —dijo Henry, orgulloso y agradecido con el viejo por haberlo dejado formar parte del plan.
—No lo habría logrado sin ti, mi joven amigo —respondió Isaac, dándole unas palmadas sobre el hombro, mientras se dirigían a la casa con el MEK siguiéndole los pasos.
Ya dentro, en la sala principal, Isaac continuó indagando al robot:
—Vamos a ver —comentó, al colocarse frente al MEK —. ¿Cuál es tu estado?
—Control de averías: sin novedad. Capacidad: 95 %. Armadura corporal en un 78%. Todas las funciones disponibles y operativas.
—¡Bien! —dijo Asimov complacido.
Luego, se quedó pensativo, hasta que con el rabillo del ojo pudo advertir a Henry que se aproximaba por primera vez al robot.
—¿Cuándo te han activado?
—Tiempo en funciones: 94 horas, 37 minutos y 16 seg…
—Sí, sí, ya entendí —lo interrumpió Henry, que le estresaba la precisión en las respuestas del MEK.
Asimov permaneció en silencio, mientras observaba la noche por la ventana. Imaginaba, los horrores que se estarían viviendo en las ciudades, los centenares de vidas segadas a manos de las máquinas. Y supo, inequívocamente, que, al terminar con las grandes urbes, los MEK avanzarían sobre los distritos menos poblados. Caminó hasta la chimenea y se volvió hacia el robot:
—¿Qué datos posees sobre esta zona? —le preguntó con el ceño fruncido.
El MEK activó una pantalla cartográfica, que se rebatió de su pechera.
—Incursión aérea finalizada hace 36 horas, 42 minutos y 17 segundos. Actualizando órdenes de estrategias bélicas… ¡Peligro inminente! —dijo con su voz metálica.
Isaac lo miró con atención y se arrimó a él para echarle un vistazo al mapa. Y el robot continuó:
—Ataque de unidades terrestres en 9 horas, 12 minutos y 26 segundos, en esta ubicación. Probabilidad de supervivencia: 0%. Se recomienda nueva ubicación, coordenadas: …
—¡Lo presentía! —exclamó el viejo, que con la mano le indicó al robot que dejara de parlotear. Contempló los centenares de libros apilados en aquellos anaqueles que cubrían por completo las paredes de la habitación y negó con la cabeza. El MEK lo observaba con atención, mientras Asimov pensativo acariciaba sus largas y blancas patillas.
—¡Debemos irnos cuánto antes! —propuso Henry.
Isaac le sonrió, en una mueca forzada.
—¿Sabes? —dijo el viejo Asimov—… Mi familia son mis libros y todos ellos se encuentran aquí —alegó, tragando con dificultad su propia saliva—. ¡Me quedaré! ¡Ustedes deben irse! —sentenció abruptamente.
Al escucharlo, Henry se estremeció. El MEK, cerró la pantalla cartográfica y bajó la intensidad de su resplandor, al tiempo que se le atenuaron las luces faciales. De alguna manera parecía comprender el desgarro que la decisión del viejo provocaba en el joven.
—¡No! —clamó Henry—. ¡¿Entonces para qué demonios capturamos al maldito robot?!
Isaac le sonrió, creyendo que con el tiempo lo perdonaría y comprendería la importancia del verdadero plan.
—Tenía que evitar que quisieras quedarte aquí conmigo —dijo el viejo, al entregarle el rifle modificado—. El robot tiene la clave para detener el exterminio. Conéctalo a la central de los MEK y la programación con las tres leyes hará lo suyo. La travesía les demandará algo más de una semana, y a mi edad, solo sería un estorbo.
Henry intentó rebatir los dichos del viejo, abrió su boca en tres oportunidades, pero no logró articular palabra. Su cara se contrajo de dolor e impotencia, cuando con la manga del jersey enjugó sus lágrimas.
Isaac Asimov dirigió la mirada por última vez a su joven amigo. Asintió con expresión componedora, en un silencio que expresaba en ambos lo mismo. Luego, apuntando con su dedo índice al robot, le ordenó:
—Llévatelo… y cuida bien de él.
Obra ganadora del 1° certamen 2022 de Ciencia Ficción
Publicado en el libro: “Distorsión”
ISBN: 978-9878534640
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Buenos Aires, Argentina
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