LA CANTORA

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A mi cantora favorita.


Fue en abril de 2021, que el destino quiso que nuestros caminos se cruzaran. Y jamás imaginé como terminaría todo…


El segundo martes de ese mes, regresando a casa del trabajo, me encontré a “la cantora”. Una mujer avejentada, vestida con ropa rancia, holgada y pasada de moda. Estaba, con guitarra en mano, sentada en uno de los pasillos de entrada y salida al Subterráneo Metropolitano de Buenos Aires, perteneciente a la línea B.


Esa fue la tercera vez que la veía; siempre de la misma manera, cantando a viva voz, con la pasión que se tiene al tocar ante miles de personas en un estadio o el Obelisco. Pero ella estaba absolutamente sola. Igual que las veces anteriores no sé percató de mi presencia, pues había usado una de las entradas que no pasaban por su pasillo, aunque luego, abajo, se conectaban y eso me permitió poder verla desde un extremo sin que se diera cuenta.


La primera vez que la crucé me dio cierta ternura, pero también tuve sentimientos encontrados. Me parecía ingrato que una persona de su edad estuviera allí, tirada en el suelo, sola y por tantas horas. La segunda vez, la encontré en el mismo lugar y de la misma manera. La contemplé por algunos segundos mientras ella desgranaba con su voz una balada tan desgastada como su guitarra.


Seguí hasta la plataforma y esperé a que el subterráneo llegara a la estación. Abordé, me senté y comencé a escribir en mi libreta un texto que hablaba sobre aquella mujer, de su pasión, de su público imaginario, y de sus canas que aun se sentían jóvenes. Y terminé, luego, por componer una canción que creí sería justo para ella.


Cuando la vi esa tercera vez, me acerqué hasta amontonarme con sus admiradores invisibles, y esperé a que hiciera una pausa en su acto. Le dejé dinero en su gorra de lana y le obsequié el texto y la canción en un puñado de hojas de mi cuaderno, de puño y letra. Cruzamos algunas palabras, ella se emocionó y no pude evitar sentirme de la misma manera. Pero lo sorprendente fue lo que sucedió cuando la vi por cuarta vez…


Ese día en que la volví a encontrar, estaba acompañada por una pareja joven, un hombre con un niño y dos señoras, que se habían detenido a escuchar su acto. Y allí estaba, más radiante que nunca, entonando con pasión aquella canción que le había regalado, la que hablaba de ella, de su público invisible y de sus canas que aun se sentían jóvenes. Me quedé, esperé a que todos se fueran, y me recibió en su rincón de mil trapos y una almohada, como si me hubiese puesto una alfombra roja. Charlamos, nos reímos un rato y luego se disculpó por haber cambiado dos palabras de la canción original, que le causaban vergüenza y creía no merecerlas.


No se imaginan su cara, parecía otra persona, una que estrenaba sonrisas en los ojos. Pero todo resultó al contrario de lo que había imaginado. Al final fui yo quien se sintió abrazado, superado por la situación, por el afecto genuino de esa mujer, uno sin medida ni dobleces, de una pureza profunda. Y después me sentí mal, con tan poco lo había logrado, sin sacrificar nada, dándole palabras que ya eran suyas, pues ella las había puesto en mí.


Luego, mientras caminaba desde la estación cabecera a casa, sopesaba lo ocurrido. Había cruzado una línea desconocida; una, que por momentos hasta parecía irreal. Y comencé a creer que podría valer la pena intentar más. Fue cuando me imaginé subiendo este texto a Internet, convocando a todos los amantes de las letras, para que también se sumaran a esta “Literatura viva”, activa, de regalar palabras que puedan transformar la vida de otros.


—¿Es un sueño loco? ¿Crees que pudiera ser posible algo así?— pensé.

Y aquí estoy…



CINCUENTA Y SEIS DÍAS DESPUÉS…


Mi regreso a estos pasillos, vagones y túneles de la línea B de los Subterráneos Metropolitanos de Buenos Aires, están ligados a algo que jamás hubiese querido escribir. Un final, otro, menos romántico y más injusto, que resuenan como ecos de una voz perdida, bajo los pies de la ciudad.


Hace una semana, una tarde como cualquier otra, mientras en la superficie el mundo giraba sin pausa en su vorágine de transeúntes alocados y vehículos con hipo de bocina, una mujer era arrancada de las entrañas del subterráneo y llevada por los paramédicos ante el aviso de un joven policía, que intentaba en vano ocultar sus lágrimas. Y allí quedaron, intactos, su gorro de lana y su desgastada guitarra, sobre el rincón de mil trapos y una almohada en la que alguna vez tuve la suerte de compartir con ella sonrisas y miradas cómplices. Aquel policía junto a un viejo empleado del metro me confirmaron, dos semanas después, el trágico deceso de mi cantora favorita en manos del covid.


No sé qué habrá sido de ella, si tiene una tumba, si alguien alguna vez la visitará o la llorará, como lo hizo ese Cabo en esa tarde perdida de finales de julio.


Pero desde ese día, cuando viajo en los vagones de la línea B, entre los ruidos quejumbrosos de los metales, me parece escuchar su melodía, esa canción que hablaba de su pasión, de su público invisible y de esas canas que aun se sentían jóvenes. Y es recién ahora que lo comprendo, que esos admiradores incorpóreos que solo esa mujer veía, deben estar entre nosotros, tan vivos como ella. Y seguirá aquí, haciendo lo que más le gustaba, regalarnos eternos recitales para todos los que quieran oírla.


QEPD, Cantora.



© 2021 Pablo Alejandro Pedraza

Buenos Aires, Argentina




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6 comentarios

  1. Un relato profundo, repleto de ternura, de melancolía. También de un sentir que nos ahueca con una realidad que nos sofoca ante tanto dolor y tanta miseria... pero mas allá de eso es un relato que visibiliza a tantos invisibles en un mundo de ciegos que se niegan a ver...

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    1. Muchas gracias, María! Tu comentario es como el prólogo perfecto de esta obra. Muy generosas tus palabras! Agradecido que te tomaras el tiempo de leer y comentar! Cariños!

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  2. Tristeza en tus palabras que narra con la pasión del alma, el suceso de tantas vidas que se apagaron para brillar en el cielo. Gracias por compartir!! Saludos!!

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    1. Gracias por recordarme mirar al cielo, pues esas estrellas fulguran aunque las tinieblas del mundo hoy me nublen los ojos. Y fueron tantas las siluetas fugaces que en esos pasillos la miraron como a una muñeca rota, colocada en un rincón con la misma falta de brillo que tienen los juguetes abandonados. Ahora que ella no está, aquel ángulo en los cruces del corredor me parece un retazo de silencios en blanco y negro. Y no puedo evitar sentir que todos hemos perdido algo, mientras la vida anda distraída y sin querer nos va desangrando. Cariño inmenso!

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  3. Hermoso homenaje, amigo. Ella ahora vivirá en el recuerdo de todos los que te lean. Un abrazo

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    1. Dudé en escribir la última parte, y me costó bastante hacerlo. Tuve que dejar pasar algunas semanas, pues el corazón me atontaba las manos con una buena dosis de sentimientos encontrados. Sucede que, cuando se deja de usar solo los ojos al mirar y nos tomamos un momento para contemplar a nuestro alrededor, y logramos encontrarnos con nuestro prójimo, también deberíamos matar a la indiferencia. Y es justo ahí, después de este final que se me hace amargo y sorpresivo, donde comienzo a preguntarme: ¿Habré hecho lo suficiente?… Una respuesta incómoda surge casi naturalmente; una, que me llena de dudas…

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