LA RARA (sexta entrega)… el final

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© 2018 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina


El día en que Gabriel despertó en el hospital, Jacinta lo encontró perdido en el bosque gris de aquel sueño. Ella le pidió que cerrara sus ojos y que no los abriera, sin importar lo que escuchara. Y así lo hizo. Lo tomó de la mano y caminaron en la oscuridad en lo que le parecieron horas. La mujer lo llevó hasta el mismísimo pórtico de los Vera y le pidió que entrara a la casa inmediatamente. Y justo al cruzar el umbral, Gabriel, pudo ver como La Rara era arrancada de su lado, devorada por un torbellino de espesas sombras. El pequeño cerró con violencia y cayó al suelo, recargando su espalda contra la puerta, mientras aquella oscuridad amorfa hacía crujir la madera en su intento por entrar. Corrió en busca de sus padres, pero no los encontró. Dentro, las cosas se veían invertidas, igual a la imagen que te regresa un espejo. Solo se le ocurrió refugiarse en su habitación y cuando se metió en la cama, esta, lo atrapó enredándolo con las sábanas y comenzó a deglutirlo. Asustado, intentó escapar, pero con cada forcejeó se hundía más. Tuvo la sensación de estar cayendo a un vació infinito y se despertó. Al abrir los ojos estaba en la habitación del hospital. La Rara se encontraba allí, parada junto a la puerta, observándolo. Quiso abrazarla, pero no pudo. Y ahora ya era tarde para hacerlo.

Maldijo una vez más al recordar todo lo sucedido, avergonzado de rabia, mientras enjugaba sus lágrimas al costado del camino. Y de pronto, supo exactamente lo que debía hacer.

Gabriel montó su bicicleta y se dirigió rumbo al pueblo. Allí, habló con cada uno de los habitantes de la villa. Les contó que Jacinta le había salvado la vida y que, para él, ella era un ángel. No dejó ninguna puerta por llamar, y terminó por regresar a la casa bien entrada la noche. Sus padres, preocupados, lo indagaron. El niño les explicó todo, también lo sucedido con Jacinta ese milagroso día en que despertó en el hospital. Y fue entonces, cuando María se desmoronó. Entre sollozos relató, bajo la mirada sorprendida de su esposo, lo que había vivido junto a La Rara en los meses que Gabriel estuvo internado. Y al terminar, se fundieron los tres en un intenso abrazo.

—Parece increíble, pero, aunque casi nadie acudiera a su entierro y aquí seamos solo un puñado de almas, no logro estar triste por ella —confesó Raúl en el púlpito del templo, el día del funeral. Gabriel y su familia lo observaban desde las bancas.

—Mi madre tuvo una vida ejemplar y brindó su amor incondicional a cualquier persona que lo necesitara. Ella se fue sin dejar pendientes, tranquila y sonriente en su cama mientras dormía —señaló con cierto orgullo.

Mientras Raúl hablaba, el rumor de un gentío comenzó a escucharse más y más, hasta que una muchedumbre irrumpió en el templo. Respetuosamente, la multitud comenzó a ocupar cada asiento. Uno a uno los pobladores se hicieron presentes para despedir a esa anciana a la que llamaban: La Rara.
Gabriel lo había logrado.

Raúl se quedó callado, hasta que el silencio se hizo profundo, luego levantó su cabeza con los ojos vidriosos de emoción, aclaró su garganta y mirando a los congregados dijo:

—Mi madre amaba este pueblo y a todos ustedes. Ella no ha muerto, porque ahora tiene su hogar en cada uno de los corazones que hoy están aquí presentes —explicó, con tono firme y afectuoso, ante la enorme multitud. Y agregó: —Ella sigue el sueño que comenzó en vida, hace ya casi ochenta años, y que continúa hoy desde la eternidad. Seguramente, en este momento, mi madre este susurrando al oído del Altísimo todas nuestras plegarias. Porque ella no nos ha abandonado.

El hombre bajó lentamente del púlpito y se aproximó a Gabriel, que estaba en primera fila. Lo miró fijamente y con una de sus manos le mezcló el pelo.

—Ella te espera —le dijo.

Gabriel se levantó y le tendió la mano, las estrecharon largamente con una cadencia parsimoniosa. Luego, se dirigió hasta el féretro y se tomó algunos segundos para contemplar el cadáver de Jacinta. Allí, pudo desahogarse en disculpas y agradecimientos. Y antes de retirarse, se inclinó sobre La Rara y le dijo:

—¡Jamás te olvidaré! —y seguidamente le besó la frente con delicadeza.

Después de ese día, Gabriel, comenzó a experimentar sueños en los que se encontraba con Jacinta, igual que aquel día en el cuarto de hospital, pero estos eran ahora en verdes y floridos prados. Gabriel aseguraba, tal como lo dijo a lo largo de toda su existencia, que Jacinta lo había infectado de vida el día que lo rescató. Con el tiempo, al ir haciéndose adulto, los sueños fueron mermando y después ya solo le ocurrían ocasionalmente. Pero el contacto entre ellos nunca desapareció por completo. Gabriel Vera la recordó cada mañana de cada día al despertar. Y lo hizo, sin falta, durante los ciento veintidós años que vivió.


FIN



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3 comentarios

  1. y me hiciste llorar nomas... Un relato de verdadero amor al prójimo, desinteresado, generoso y de enorme entrega. Felicitaciones por tan noble obra.

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    1. Guau, muchísimas gracias, María! Sin duda, lo que percibís en esta historia, es un espejo de tu propia alma! Solo alguien con un corazón noble puede hablar de nobleza! Mi respeto y cariño para ti.

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  2. Muchísimas gracias, Enrique! Feliz de que te haya gustado! Gran abrazo!!

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