LA RARA (quinta entrega)

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© 2018 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina


Raúl, al ver a su madre desvanecerse, corrió aterrado a su encuentro mientras pedía ayuda. La enfermera de guardia la asistió y con un joven practicante, decidieron moverla hasta una habitación libre, contigua a la del niño.

Después de unos minutos, cúmulos de voces intangibles y sin forma retumbaban en la cabeza de la anciana.

—Mama estoy aquí… ¿Me oyes? —intentó Raúl esperando con ansias una respuesta. Algunos destellos de luz en la mente de La Rara, al fin, le devolvieron la visión, aunque algo difusa. Con los ojos abiertos y extraviados intentó hablar, pero no pudo.

Le tomó varios minutos recuperarse, volver a ubicarse en tiempo y espacio, y otros tantos más para comenzar a comunicarse.

Cuando La Rara recobró un mínimo de fuerzas, extendió su mano y tiró de la ropa de su hijo, para que este le prestara el oído. Pero Raúl no imaginó lo que su madre estaba a punto de decirle:
—Me miró con sus enormes ojos… —balbuceó, notablemente alterada.

—De que hablas mama, tranquila, sufriste un desmayo…

Pero la anciana negó con su cabeza.

¡Sí, mama!, yo mismo le vi caer en el pasillo —repuso Raúl, intentando sacarla de su confusión.
—¡Yo sé bien lo que vi!… —arguyó La Rara.

—Ahora debe descansar —interrumpió la enfermera, pero La Rara insistía en querer hablar:
—Lo traje de vuelta —intentó explicar, aún con la voz pastosa —. El Gabriel despertó. 

—¡Mama! ¿Qué has hecho?  ¡Es muy peligroso a tu edad! ¡Me prometiste que ya no lo harías!
—No quedaba tiempo, mijo, el gurí caminaba entre los muertos —le aseguró.

Enseguida, la enfermera, cruzó su mirada de ojos pavorosos con la del practicante y ambos se persignaron.

—¡Deben irse de aquí cuánto antes! —dijo la mujer de bata blanca, con tono seco y sin mirarlos.
—¡¿Cómo me pide eso?! —contestó Raúl— ¡Ella no está en condiciones! Acaba de sufrir un desmayo y en la caída se dio un buen golpe.

—Ese no es nuestro problema, señor. Necesitamos que el cuarto quedé libre inmediatamente.

Raúl, encolerizado, la miró con desprecio y antes de que moviera sus labios, La Rara, lo asió del brazo atrayendo su atención. El hombre, al ver los ojos apacibles de su madre que le sonreía mientras negaba con la cabeza, se contuvo. La anciana posó una de sus pequeñas manos sobre la mejilla barbuda de su hijo y le dijo en un susurro:

—Vamos, llévame pa’ casa.

Después de asegurarse que Jacinta y Raúl abandonaran el hospital, la enfermera, se dirigió a la habitación de Gabriel.

Era cierto, el niño estaba lúcido. Ahora se encontraba a salvo, La Rara lo había traído de regreso.
Muy pronto la noticia corrió por todo el pueblo: «el niño despertó», decían. El doctor Leguizamón recibió todo el crédito y nunca se mencionó a Jacinta. Tampoco los padres de Gabriel supieron la verdad. Y la anciana jamás le contó a nadie lo sucedido. Cuando Raúl la cuestionó, dijo: que no podía aceptar como propias las acciones que le pertenecían a Dios.

Jacinta La Rara, se sentía feliz porque el niño estaba bien, y eso era suficiente para ella.


Los meses pasaron y con ellos se disiparon las huellas de aquel terrible accidente.

—Todo ha vuelto a la normalidad —pensó María, al ver a Gabriel jugando con Pelusa. Mientras tanto, Juan José, allá a lo lejos, alambraba el nuevo cerco. María no pudo evitar mirar de reojo el terreno de La Rara. Sentía una extraña lobreguez, su mente rememoraba imágenes de los momentos que habían compartido. Pero no podía olvidar que La Rara la había abandonado, en el momento más difícil se marchó y sin despedirse, sin importarle nada de ella y su familia… El claxon de la vieja camioneta de Doña Ernestina interrumpió sus pensamientos.

Doña Ernestina, una mujer de aspecto tosco, que pasaba los primeros días del mes a comprarle huevos frescos a los Vera, fue quien le dio la noticia:

—¿Te enteraste? —dijo, y sin esperar respuesta continuó —: Esta mañana, La Rara, no despertó. Raúl la encontró en la cama, sin vida —explicó la mujer.

María se quedó perpleja, mientras la mujerona parecía regodearse con la noticia. Miró a los lados, se acercó a la campesina, y continuó—: Su hijo dijo que el fantasma de su padre la vino a buscar para ayudarle a comenzar el nuevo camino, el de la libertad del alma.

Hizo una pausa para soplar su flequillo con expresión divertida y agregó—: ¡Dios mío!, qué familia de locos, ¿no le parece?

Gabriel, al escuchar a Doña Ernestina, palideció. Las lágrimas acudieron en tropel ahogando sus ojos, tropezando unas con otras al desplomarse por sus mejillas, sin que nada pudiera detenerlas. Sintió que se asfixiaba, y solo quiso escapar de allí. Corrió hasta el granero, tomó su bicicleta y salió a toda marcha. Pedaleó sin rumbo, maldiciendo con bronca entre sollozos y llantos:

—¡Soy un cobarde! ¡Nunca hablé bien de ella! ¡Nunca le agradecí su ayuda! —gruñó con los dientes apretados. Forzó sus piernas para avanzar aun más rápido, pero era inútil, no lograba dejar atrás su cabeza ni a la culpa que lo embargaba. Quiso secarse la cara con uno de sus brazos y cayó a mitad del camino, al perder el control de la bicicleta. Se quedó allí, inmóvil, por casi un minuto. Sentía que le quemaban las manos y las rodillas por los raspones, y pensó que se lo merecía. Al final se levantó, se sacudió el polvo de su ropa, alzó la bicicleta y se dirigió hasta la sombra de un árbol donde se sentó a lamentarse.

—Debí ir a su casa a presentarme y agradecerle. No debió importarme lo que pensara papá, mamá, o la gente del pueblo —se dijo con amargura.

Gabriel sabía la verdad de lo que había sucedido, pero nunca se la contó a nadie.


Seguir leyendo 👉 CAPÍTULO 6 (el final)




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