LA RARA (segunda entrega)

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© 2018 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina


Después de varios minutos, entre los ladridos y aullidos de Pelusa, el hombre pareció conectar nuevamente con su entorno. Con expresión de dolor alzó sus ojos al cielo, implorando por ayuda divina, y repentinamente su llanto cesó. Se pasó el brazo por el rostro y así secó sus lágrimas, luego, bajó la cabeza y colocó su oído sobre los labios de su hijo. Gabriel respiraba, pero con dificultad. El campesino tomó aire y de un ágil movimiento se incorporó con el pequeño en brazos y reanudó la marcha a paso firme.

Cuando estuvo próximo a la casa comenzó a vociferar el nombre de su esposa. María se acercó de inmediato hasta el frente de la vivienda sin sospechar siquiera el cuadro que estaba a punto de revelarse ante sus ojos.

Al verlos a ambos ensangrentados se horrorizó y por un segundo su rostro pareció congelado. Luego, con la boca abierta y sin aliento, corrió al encuentro de ellos, sin dejar de mirar las extremidades de Gabriel, que se sacudían al igual que un títere con los hilos rotos. Se sostuvo tras su esposo por unos pocos metros, mientras intentaba acariciar con sus manos temblorosas los pequeños pies desnudos de su hijo. Y terminó por perder el equilibrio, cayendo al piso sobre sus propias piernas. Ya en el suelo, estalló en un chillido desgarrador que espantó a Pelusa, que se alejó varios metros de ella.
El hombre siguió presuroso, hasta que colocó al niño sobre el asiento trasero de su desvencijado auto. Luego, se ocupó de María, la levantó tomándola por el brazo y la condujo hasta acomodarla junto al pequeño.

El antiguo coche familiar dejó una gran polvareda al salir velozmente de la granja en busca de asistencia médica. El pueblo distaba unos ocho kilómetros del campo de los Vera, tenía una sola calle pavimentada y la única unidad sanitaria en la zona.

Pelusa corrió tras el vehículo en el que tantas veces había viajado y que ese día se alejaba sin esperarlo. Ninguno de sus ladridos logró ponerle freno y, aunque lo persiguió con todas sus fuerzas, no consiguió darle alcance. Al desvanecerse la espesa polvareda ya no se advertía ningún rastro del automóvil, que se había perdido tras la colina.

El tiempo discurría sin pausa y a paso doble en aquella ruta que parecía no tener fin. Llegar con rapidez resultaba crucial, pero el estado del camino y las condiciones del vehículo no le permitieron a Juan José imprimirle mayor celeridad a la marcha. El cuadro de Gabriel era incierto y María, más repuesta, se despojó de su pañoleta y la colocó tras la cabeza de su hijo en un intento por taponar la herida. Los campesinos se mantuvieron en silencio, como si con ello pudieran evitar darle entidad a la muerte, que de todos modos ansiaba colarse dentro del automóvil con cada segundo que pasaba. Y por fin, allá a lo lejos, comenzaron a delinearse las primeras formas de los caseríos.

El otoño había llegado, junto con los preparativos para la fiesta del Santo Patrono, la celebración más importante de la zona. En ese mes de abril la villa recibía a gente de todas las latitudes, en especial de las regiones y provincias cercanas. Ese fin de semana sería el festejo, y el pueblo estaba abocado en reparar y embellecer sus calles. Los puestos de kermés iban adquiriendo forma, mientras la banda militar ensayaba sus movimientos bajo los frondosos árboles de la Plaza San Martín.

En el peor momento de sus vidas, como si se tratara de una burla del destino: Juan José, María y Gabriel, eran recibidos por un pueblo vestido de fiesta.

Ingresaron a gran velocidad por la calle principal mientras el campesino, con la ventanilla baja y a viva voz, les pedía a los pobladores que se hicieran a un lado. Un minuto después, el automóvil llegó a destino y algunos habitantes de la villa se amontonaron tras de él.

Gabriel parecía sin vida, las manchas de sangre relucían ante su piel considerablemente pálida. Dos artesanos, al ver la situación del niño, improvisaron rápidamente una camilla utilizando un panel de uno de los puestos en construcción.

En los ojos vidriosos de María se reflejaba toda la escena: parada inmóvil frente a la puerta principal, vio cómo su esposo y algunos pobladores ingresaban al niño en busca del médico. No lograba aceptar que aquel que yacía frío sobre esa vieja y despintada tabla, pudiera ser su hijo. Y casi sin pensarlo, como si se tratara de un mero reflejo de supervivencia, se alejó algunos pasos de la entrada. Sabía que en aquel sitio podrían darle la peor de las noticias, y eso la acobardó.

Desde la otra vereda, Jacinta La Rara, observaba el suceso. Mujer longeva y de escasa estatura, cuerpo grueso y rasgos indígenas, que conservaba a sus casi ochenta años, un espíritu joven y una mente clara. Era portadora de unos pequeños y penetrantes ojos negros que luchaban por no sucumbir entre las profundas arrugas de su rostro. Sus delgados labios, siempre apretados, le conferían una expresión grave.

La Rara no dudó un instante en acercarse a María. La sorprendió tomándola por el brazo y la campesina aturdida no tuvo fuerzas para oponerse. La anciana le obsequió una estampita del patrono del pueblo, que le deslizó sobre la palma de la mano.

—Rézale mija, él siempre nos escucha —le sugirió.

La joven mujer, que a temprana edad había perdido a sus padres y con ellos todo indicio de fe, declaraba en su rostro apesadumbrado un completo escepticismo ante la propuesta de Jacinta. De todos modos, aceptó el obsequio.

—¿Eres su madre? —le preguntó La Rara.

María no logró articular palabra, con su garganta cerrada solo atinó a afirmar con un leve movimiento de cabeza.

—Todo va a estar bien, ya verás —profetizó la anciana—. Hay que tener fe —dijo, al entrelazar su brazo con el de la campesina.

María la miró por un instante, pero La Rara, con un gesto afable, la alentó a avanzar. Se tomaron con fuerza la una de la otra e inspiraron antes de dar el primer paso, luego el segundo, y así con ese mismo fluir recorrieron juntas los pocos metros que había hasta la entrada del hospital.


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2 comentarios

  1. "Hay que tener fe...", cuando el consuelo llega de manos de quien menos lo esperamos y vemos la fortaleza escondida detrás de nuestras propias supersticiones. Excelente narrativa que aún no nos da respiro...

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    1. Qué maestría, mi querida amiga! Te quedó como un prólogo perfecto del capítulo. Muchas gracias...

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