LA RARA (primera entrega)

2


© 2018 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina


Con solo nueve años, Gabriel Vera, ya la había nombrado así en muchas ocasiones, algunas veces delante de sus padres y otras tantas frente a sus compañeros de escuela. “La Rara”, eso le decía. Y no era únicamente él quien se refería a Jacinta en esos términos, también buena parte del pueblo pensaba lo mismo. Una creencia que sus padres le habían inculcado desde muy pequeño y que solo una vez cuestionó. La respuesta de su madre, en esa oportunidad, fue terminante:

—¡Esa mujer es rara! ¡No quiero verte en su terreno! ¡Y no se habla más del tema!

Gabriel obedeció y jamás se acercó al campo lindero. Y aún más fácil fue evitarla para la gente del pueblo porque estos campos vecinos, de La Rara y los Vera, estaban en una zona apartada a varios kilómetros del poblado.

A Jacinta, La Rara, la habían nombrado de tantas maneras que ya nadie recordaba su verdadero nombre. Algunos pocos aseguraban que era una buena curandera; otros, en cambio, la llamaban adivina, pero la mayoría decía que era una bruja. Las habladurías en el pueblo le atribuían algunos hechos inexplicables, en especial los que se creían misteriosos. Tampoco faltaba quien quisiera culparla por algún evento climático que arruinaba las cosechas.

Al parecer nada podía cambiar la suerte de La Rara, rodeada por personas ingenuas y miedosas que en manada se tornaban ignorantes y supersticiosas. Pero al final ninguna de esas cosas importó, después de que llegó aquel fatídico día:

Todo comenzó una mañana soleada de principios de otoño, en que los ladridos de Pelusa se perdían en ecos por la inmensidad del campo. Pelusa, en honor a Maradona por su pelaje repleto de oscuros y cerrados rulos, corrió en dirección al casco principal y a su paso gambeteó hábilmente los postes del nuevo cerco que aún no estaban alambrados.

Ya dentro del establo, estalló en incesantes ladridos dando giros y brincos que por fin llamaron la atención de Juan José.

—¿Qué pasa, Pelusa? —le preguntó el campesino, al tiempo que dejó de cepillar a Matilde, su yegua consentida.

El animal corrió hasta los límites del antiguo cerco y ladró en dirección norte. El hombre salió del granero, realizó un giro de trescientos sesenta grados y, hasta donde la vista le concedió, solo encontró un paisaje en completa calma. Luego, advirtió la ausencia de su hijo Gabriel, algo que le pareció extraño, ya que Pelusa y el niño pasaban siempre el día juntos.

El campesino no demoró e incitó al animal para que saliera en busca del pequeño. Juan José partió tras Pelusa, que se dirigió sin pausa y en línea recta al viejo ombú situado a poco más de trescientos metros al norte del granero.

Aquel magnífico árbol había sido plantado por el abuelo de Juan José, don Jesús Vera, al llegar a estas tierras procedente de Europa a principios del mil novecientos. En su enorme y zigzagueante tronco estaba tallada parte de la historia familiar. Y bajo su exuberante sombra, Gabriel, pasaba muchos de sus ratos libres.

El hombre, extenuado en su avance veloz bajo un sol sin brisa, disminuyó la marcha unos metros antes de llegar. Continuó, pero con lentitud, mientras trataba de recuperar el aliento, y no pudo creer la imagen que se fue materializando ante sus ojos. El pequeño Gabriel yacía inerte al pie del imponente árbol. Había sangre mezclada con la hojarasca que se escurría por debajo de su cuerpo, oscureciendo la tierra a su alrededor.

Minutos antes, el niño, se había encaramado descalzo al viejo ombú, como en muchas otras ocasiones. Pero antes de llegar a lo más alto, una protuberancia resinosa desestabilizó uno de sus pies y se resbaló. En la aparatosa caída, fue quebrando las ramas más débiles, y una lluvia de brotes tiernos acompañaron su descenso. Varios metros más abajo, una piedra semienterrada lo esperaba. Su cabeza la golpeó de lleno. El impacto fue seco, como si su cuerpo se hubiera clavado en la tierra, sin el más mínimo rebote.

En un sector contiguo a la casa principal se encontraba María, una mujer joven y de aspecto avejentado. En su semblante podía advertirse el duro trato que le había propinado la vida y sus manos toscas eran el testigo mudo de la rudeza que conlleva las labores del campo. Con cierta destreza preparaba el afrecho para alimentar a las gallinas, ignorante aun del accidente de su hijo.

Mientras tanto, Juan José, azorado, comenzó a retirar con torpeza las ramas partidas que se hallaban sobre Gabriel, hasta acabar arrodillado junto a él. El pequeño había perdido mucha sangre, pero aún respiraba. Su rostro estaba lacerado y su hombro izquierdo parecía desarticulado. Luego, le examinó la cabeza palpándola con ambas manos, y quedó horrorizado cuando uno de sus dedos cayó dentro de la herida que había tras su cráneo.

Con las manos ensangrentadas se quitó la camisa y con ella envolvió al niño para luego alzarlo entre sus brazos. Desbocado y a paso titubeante, atravesó por el medio de los cultivos, dejando a su paso un rastro de agonía mientras sostenía a su hijo con fuerza contra el pecho.

A poco de salir, el hombre ya se encontraba enteramente calado por los nervios. Le faltaba por recorrer algo más de doscientos metros hasta la casa y, con su visión borrosa por la llorera, apenas lograba advertir la dirección en la que debía avanzar. Pelusa correteaba a su lado, sin quitarle los ojos de encima al niño. Solo se escuchaba el constante crujir de los tallos al romperse, mientras avanzaba presuroso, abriéndose camino. Inesperadamente, un segundo de sosiego los envolvió, cuando los cuerpos de ambos flotaron en el aire después de que el hombre tropezara con una raíz atravesada en su paso. Y esa quietud, que parecía imposible y que duró un instante, se congeló en los ojos incrédulos del campesino, que veía como el suelo se le venía encima. La caída fue estrepitosa. Juan José terminó con su rostro restregado por la tierra. La fuerza del impacto le arrebató el cuerpo de Gabriel, que rodó algunos metros. Frenético, se arrastró hasta el pequeño en un completo estado de desesperación. Lo alcanzó tomándolo por la camisa y lo acercó hasta acuñarlo en su pecho.

Y se quedó allí, con su hijo agonizando entre los brazos, gritando fuera de sí.


Seguir leyendo 👉  CAPÍTULO 2





¡Sí te ha gustado, compartelo!

2 comentarios

  1. Las palabras van pintando la escena como en un cuadro, dando una pincelada a la vez y haciendo al mismo tiempo que toda la escena quede lista con cada una. La emoción se desprende como una flecha que va directo al corazón y lo detiene dejándolo en pausa y colmado de intriga... así voy hasta el siguiente capítulo

    ResponderBorrar
    Respuestas
    1. Hola, María, qué hermoso comentario! Te estoy muy agradecido! Cariños!

      Borrar
Invitame un café en cafecito.app