LA RARA (cuarta entrega)

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© 2018 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina


El viento pasaba silbando entre los árboles que rodeaban al humilde rancho de La Rara. Aún no había llegado el alba, afuera el rocío y el frío dominaban el paisaje. Como si alguien le hubiese susurrado certezas al oído, La Rara, despertó con una idea muy clara. Debía ver a Gabriel, pronto. Envuelta con una manta y arrastrando sus gastadas pantuflas, se dirigió hasta la cocina para comenzar el ritual del mate. Con el grifo del fregadero atiborró la pava con agua y la colocó al fuego de la garrafa. Enseguida rechinaron las puertas de la vieja alacena, cuando extrajo el paquete de yerba mate. Su hijo Raúl apareció como un fantasma en la pequeña cocina:

—¿Qué pasa mama, se ha caído de la cama? —preguntó, con tono cansino.

—Na’ mijo, es que tengo mucho pa’ hacer esta mañana —respondió su madre, mientras llenaba con yerba el mate de calabaza.

—Pero es muy temprano, mama ¿Por qué no se acuesta un poquito más?

—Necesito que me acompañe, quiero verle al niño —le pidió, mientras tapaba con su mano la abertura de la calabaza y la volteaba para sacudir su contenido.

—¿Al accidentado? ¿A esta hora? —la cuestionó Raúl, y Jacinta asintió con la cabeza —¡Pero ya le dije que es muy temprano!

—E’ importante mijo, tengo que verle…

—A mí no me parece. Quizás por la tarde podríamos pasar a ver si hay alguna novedad.

—¡Te digo Raúl, tengo que verle, e’ importante! —redobló Jacinta, que ya se la escuchaba algo desesperada.

El hombre tomó aire hondamente mientras negaba con su cabeza, y observó a su madre que estaba a punto de comenzar a cebar. Al final aceptó:

—¡Bueno!, le llevo. Pero antes, viejita, hágame unos ricos mates.

La anciana sonrió, asió la pava y dejó caer un hilo de agua caliente junto a la bombilla. Tomó el primer y segundo mate de forma consecutiva, para asegurarse que tuviera buen sabor y que la temperatura del agua fuera la correcta. Raúl se sentó frente a ella mientras la observaba preparar otro. La anciana empujó la calabaza humeante por sobre la mesa, hasta que la bombilla quedó señalando la barbilla de su hijo. Y posó su mano cetrina sobre la de él.

—Gracias mijo —le dijo, ya más tranquila.

Cuando La Rara llegó al centro asistencial la vio a María, que dormía incómoda sobre dos sillas de la sala de espera. No se detuvo. Siguió directo por el pasillo hasta la habitación del pequeño.

Al entrar, encontró a Gabriel inmóvil sobre aquella cama en medio de la sala. Había bajado tanto de peso, que parecía estar siendo devorado por las sábanas. La parte superior de la cabeza vendada, los ojos sombreados y varias marcas aún visibles en su rostro, producto de las cortaduras y laceraciones recibidas. Numerosos cables y sondas terminaban de imprimirle una imagen insoportable. El monitor delineaba su ritmo cardíaco, a veces errático, que se mezclaba con el sonido de su fatigosa respiración. La anciana cerró la puerta y se acercó hasta el pie de la cama, tomándose un momento para contemplarlo.

Gabriel, estaba tocado por la muerte. Inmerso en un sueño vívido por el cual vagaba sin fin. Y aunque su cuerpo se encontraba allí, disminuido e inerte en aquel cuarto de hospital, en su mente caminaba por un boscaje, alejándose cada vez más del mundo de los vivos:

Las hojas y ramas secas crujían bajos sus pequeños pies descalzos con cada paso, adentrándose más en aquel extraño bosque. Su túnica, de un blanco inmaculado, relucía resplandeciente entre la frondosa vegetación, mientras deambulaba como un espectro sin una dirección fija. Mientras, en la habitación del hospital, el aire se tornaba más frío. Los latidos de La Rara terminaron por acompasarse con los del pequeño, un minuto después de haber tomado su mano. Y los ojos cerrados de ambos, comenzaron a moverse velozmente bajo los párpados. Gabriel, se alejaba del camino de regreso, que se fue quedando atrás hasta el punto de perderse indefectiblemente entre los árboles. De frente todo comenzaba a verse gris, extraño y desconocido, como un mundo construido íntegramente de cenizas, carente de todo color, ausente de toda vida. Y pronto se encontró rodeado por esa vegetación oscura, espesa., donde la luz disminuía y las sombras parecían comenzar a despertar de un eterno letargo.

La respiración de Gabriel se tornó irregular y su pulso cada vez más débil. La Rara con una de sus manos signaba al pequeño con movimientos cíclicos, mientras murmuraba cánticos en alguna arcaica lengua que resultaba indescifrable, como un zumbido gutural sin fin. Luego le besó la frente con suma delicadeza y le pidió que siguiera el sonido de su voz. Y sin soltar la mano del niño, reanudó sus rogativas entrando en un trance que continuó por más de media hora.

Cuando Jacinta al fin se detuvo, abrió sus ojos y observó al niño que seguía ausente. Había quedado exhausta, pero de todos modos caminó pesadamente hasta la puerta. Bajó la manivela que destrabó el pestillo, justo antes de girar su cabeza hacia el niño. Se tomó con fuerza del picaporte al ver a Gabriel sentado y observándola con los ojos completamente abiertos. El chiquillo, aunque estaba lejos, extendió sus brazos intentando alcanzarla y los tubos y cables en su cuerpo se tensaron, reteniéndolo.

La anciana, aturrullada, solo pensó en apurarse para dar aviso. Tambaleándose, con sus piernas tiesas, logró salir de la habitación. Alcanzó a dar unos pocos pasos, cuando la oscuridad se cerró sobre ella y se desplomó a mitad del pasillo.


Seguir leyendo 👉 CAPÍTULO 5 (ya se acerca el final)





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2 comentarios

  1. Una narrativa hipnótica que no nos deja despegar los ojos de la pantalla y nos invita a leer sin pausas, excelente prosa.

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