© 2018 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina
Ulises había sido aceptado por la Comisión del Servicio Médico Social y ya llevaba varios meses trabajando en el campamento base. Un antiguo galpón convertido en hospital encajado dentro de un hermoso y solitario valle. Allí le tocó atender en su mayoría a niños de todas las edades, que acudían con los vientres abultados, repletos de parásitos.
Una mañana de principios de otoño, el automóvil devoraba kilómetros de polvo sobre aquel camino irregular. Era el mismo viejo vehículo que había usado Nicanor durante tantos años.
El doctor Ulises Grande, se dirigía al lugar más lejano y aislado de la zona. El sitio donde vivía aquella pareja de septuagenarios, de los cuales tantas historias habían oído de boca de Nicanor: Cándida y Ceferino Zabala.
Después de tres horas de marcha contemplando el mismo paisaje árido y pedregoso, el joven médico, llegó a pensar que se encontraba perdido, que sería el único ser vivo en kilómetros a la redonda. Y aunque se sabía incomunicado y sin más ayuda que un viejo mapa, decidió continuar un trecho más. Y fue ahí que al superar una loma la avistó.
Era una vivienda, construida con piedras, palos, paja y barro, que se encontraba enclavada al borde de una meseta de la que se descendía por un antiguo sendero indígena. La pequeña casa se perdía en aquel paisaje yermo de apabullante inmensidad.
El sonido del motor se multiplicaba en ecos por la estepa y eso enseguida atrajo la atención de Ceferino:
—¡Cándida!, ven pronto, es el Nicanor.
Ansiosos, los lugareños, se colocaron uno junto al otro en el rellano. Acomodaron sus pelos revueltos con las manos que también usaron para quitarse el polvo de sus rudimentarias prendas. Observaban, con los ojos enormes, el auto de Nicanor que detenía la marcha más abajo, al pie del altozano. Cuando Ulises bajó del vehículo, ataviado con su reluciente delantal blanco, la pareja se emocionó. Estaban felices de reencontrarse con su querido amigo Nicanor, pero también los desbordaba el hecho de volver a ver, después de tantos meses, el rostro de otro ser humano.
Ulises comenzó el ascenso hasta la casa. Traía el maletín que Nicanor le había obsequiado antes de partir de la ciudad y una bolsa con leche en polvo, azúcar, té, café y cacao que el mismo Nicanor le encomendó llevarles.
Cuanto más se acercaba el médico, más fruncía la cara Ceferino, que por un momento giró su cabeza para observar a Cándida. La mujer estaba en silencio, con lo corta de vista que era, no se había percatado de que aquel visitante no era Nicanor. Ella solo lagrimeaba, emocionada. Ceferino volvió a mirar a Ulises fijando su vista con agudeza.
—¡No puede ser! ¿Se achicó el Nicanor? —exclamó el lugareño alarmado, al acercarse al borde del ascenso.
—¡Hola! ¡Buen día! ¿Señor Zabala? —dijo Ulises desde la distancia mientras levantaba su mano—. Soy médico, vine a hacerles la visita de rutina.
Ceferino, al ver que no se trataba de Nicanor, se puso erguido, como un soldado que bloquea el avance del enemigo y espera un ataque inminente. Le indicó a Cándida que se alejara haciendo algunos ademanes nerviosos con sus manos. La mujer, aunque sorprendida por la reacción de su esposo, retrocedió algunos metros.
—¡Hola! —saludó una vez más Ulises, pero Ceferino seguía mudo e inmóvil en medio del sendero. Al joven Grande le resultó extraña la actitud de aquel hombre, y recordó cuando Nicanor contaba que eran personas adorables. Entonces llegó a pensar que el señor Zabala podría tener algún problema auditivo. Esperó a terminar el ascenso y le tendió la mano explicándole nuevamente que era el médico que venía de visita. Pero Ceferino seguía firme, sin moverse un milímetro ni pronunciar una palabra, con expresión hostil y ojos desconfiados.
El pobre Ulises probó con todo: desde la empatía hasta intimidarlo, mostrándose como una autoridad médica que el paciente debía obedecer. Pero la tartamudez no lo ayudó, y nada de eso funcionó. Estaba por desistir, cuando se le ocurrió que podría mostrarle algunas fotos, de esas que tenía en su móvil, en las que estaba junto a Nicanor.
Se dirigió cuesta abajo hasta al vehículo a buscar el teléfono, regresó unos minutos después notablemente agitado. Estiró la mano con el aparato encendido y en la pantalla, Ceferino, pudo ver a Ulises y Nicanor abrazados, riendo a carcajadas. Los ojos del hombre se abrieron completamente y su rostro se transformó.
—¿El hijo del Nicanor? —le preguntó expectante, al tiempo que lo señaló con el dedo índice. Ulises dudó un segundo, pero al final logró soltar su lengua:
—S-s-sí, algo pa-pa-parecido a eso.
Ceferino se encogió de hombros y avanzó dando pequeños y sucesivos pasos. Con los brazos extendidos y una postura sumisa, estrechó la mano con la del Doctor, colocando la otra sobre ambas, en un efusivo apretón que pareció interminable para Ulises.
—¡Cándida! ¡Es el hijo del Nicanor! —gritó el hombre fascinado, y sin soltarle la mano comenzó a remolcarlo hacia la vivienda. El joven aturdido quiso explicarle que no era hijo del doctor González. Lo intentó lo mejor que pudo, pero con tanto tartamudeo terminó por quedarse sin aire. Ceferino no lo escuchaba, solo repetía la misma frase, a viva voz, una y otra vez:
—¡Es el hijo del Nicanor! ¡Es el hijo del Nicanor!…
Todo se estaba desarrollando demasiado rápido para Ulises, que producto del calor y el azoramiento, comenzó a marearse. Estaba desencajado y pensó que se desmayaría allí mismo.
—Qué humillación caer redondo aquí, en medio de la nada— pensó preocupado. Ya se imaginaba los comentarios en el CSMS: “el nuevo médico terminó siendo asistido por sus propios pacientes”.
Realizó un gran esfuerzo mental para mantener la compostura y apenas lo consiguió.
Cándida esperó a que Ceferino acercara al visitante. Ulises, que no lograba reaccionar, pronto se encontró atrapado entre ambos. La mujer miró al doctor con la misma ternura que una madre mira a su hijo. Luego posó con delicadeza sus manos resecas y cetrinas sobre las mejillas rozagantes de Ulises, y en el interior del joven todo se detuvo.
Los pensamientos acelerados, el tartamudeo, los miedos y las permanentes dudas desaparecieron. La respiración de Ulises se fue normalizando y una paz relajante lo envolvió por completo. Cándida lo observaba recorriendo lentamente ese rostro de cutis blanco, con sus ojos puros, cristalinos, que enseguida se tornaron acuosos.
La anciana asintió con la cabeza y le sonrió, enseñándole solo tres dientes, los únicos en toda su boca. Y Ulises, como en un espejo, le mostró los suyos relucientes y parejos como cabujones de cuarzo. Ella lo inclinó atrayéndolo, y le rubricó la frente con cinco sonoros y consecutivos besos.
Estaba hecho, el joven médico ya era bienvenido…, y lo era para siempre.
Seguir leyendo 👉 CAPÍTULO 3
Muy bueno, Pablo. Los diálogos suenan tan naturales, tan propios del contexto. Felicitaciones. Abrazo
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