© 2018 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina
Ulises había regresado a su ciudad natal. En la CSMS le dieron un mes libre ese invierno. El sábado que llegó se cruzó con sus padres, que le ofrecieron un frío recibimiento. Nada que lo sorprendiera, ya que era una actitud habitual en ellos, preocupados y enfrascados en sus pequeños mundos.
El lunes se dirigió a la cafetería de siempre, pegada a la costa. Allí se reunió con Nicanor, en un encuentro que había programado por teléfono el día anterior.
El doctor Grande le contó todas sus anécdotas, agradecido con Nicanor por haberlo convencido y recomendado. Pero esta vez los lugares se invirtieron, ahora era Ulises quien ilustraba esas variadas historias y el doctor Nicanor González escuchaba con atención. A veces sonriendo y otras recordando sus propias experiencias.
Pasaron una tarde amena de total camaradería y ambos entusiasmados con lo que acababan de idear. Ulises le había comentado su intención de que Cándida y Ceferino pudieran conocer el mar, pero no estaba seguro de cómo hacerlo. A Nicanor se le iluminó el rostro al escuchar la idea y enseguida comenzaron a elaborar un plan de viaje.
Aquel mes pasó velozmente y Ulises pronto emprendió la vuelta al valle.
La mañana de la partida se dirigió a la habitación de su madre. Quería despedirse de ella, pero aunque Elizabeth se encontraba adentro no lo atendió, la puerta estaba cerrada con llave. Ulises insistía en entrar cuando algunos murmullos en la sala principal llamaron su atención. El doctor Mielles y su padre hablaban:
—Ya no puedo subirle la medicación… —dijo Mielles, antes de ser interrumpido por Jorge:
—¡Quiero que esté tranquila, lejos de esas ideas alocadas…!
Repentinamente, ambos se callaron al ver a Ulises bajar por las escaleras.
El empalagoso doctor de las celebridades lo saludó de forma loada, algo que siempre exasperaba al joven. Y su padre lo ignoró por completo, después de que Ulises les diera los buenos días. Pasó junto a ellos, que parecían inquietos con su presencia, y siguió hasta la cocina de servicio en busca de una buena taza de café. Luego de algunos minutos, al regresar a la sala, la encontró vacía. Y Ulises abandonó la casa, mascullando por lo bajo.
Al día siguiente, el joven ya se encontraba en el campamento base. En unas cuantas semanas, cuando el clima se lo permitiera, saldría con el auto hasta el extremo a visitar a Cándida y Ceferino. Se sentía feliz y estaba ansioso, ya los imaginaba a ambos esperándolo en la base de aquella meseta; y él, trayéndoles la fantástica noticia.
Cuando llegó el día, el vehículo se comportó a las mil maravillas por el camino pedregoso. El cambio de aceite que le había hecho en el campamento base le sentó muy bien, y el interior limpio para el regreso, junto a Cándida y Ceferino. Una buena ducha, comida caliente y mullidas camas los esperarían a los tres en la CSMS. Por la mañana abordarían el tren regional con destino a la ciudad y llegarían al mar. La pareja se hospedaría en la casa de Nicanor, hasta el regreso. Estaba todo planeado desde aquella tarde en el café. Nada podía fallar, pensaba Ulises, mientras avanzaba sin pausa por la desolada estepa.
Aceleró el viejo automóvil y bajó la ventanilla para sentir el viento. Repentinamente, sacó su cabeza y comenzó a gritar imitando la voz de Ceferino:
—¡Es el hijo del Nicanor! ¡Es el hijo del Nicanor! —. Y sus carcajadas se escucharon por todo el valle.
Paró la marcha del motor al pie de la colina y bajó con su maletín. Le extrañó que Cándida y Ceferino no estuvieran esperándolo al final del ascenso. El calor se hacía sentir y le resultó extenuante la trepada hasta la cima.
Al llegar y ver la casa, el joven médico, se detuvo en seco. El techo desvencijado y el estado de abandono eran más que evidentes. A un lado, a pocos metros, pudo ver una pila de piedras semejante a una tumba.
Los ojos de Ulises se movían de un lado a otro observando cada detalle del lugar, mientras el pulso y la respiración se le aceleraban. Sintió como si el corazón se le fuera a salir del pecho para huir colina abajo. Sin querer aceptar lo que veía, avanzó en dirección a la vivienda mientras su mente lo instaba a tomar coraje. Así, con paso titubeante, logró llegar a la entrada. La puerta estaba maltrecha y entreabierta. Forcejeó, hasta lograr abrirla por completo, y la luz entró de lleno. Los restos de Ceferino yacían sobre aquel catre parcialmente cubierto con harapos. Algún tipo de animal salvaje lo había visitado, ya que tenía buena parte de sus piernas devoradas. El zumbido de los insectos era tan insoportable como el hedor a carne putrefacta.
Ulises apretó sus manos hechas un puño fuertemente contra su boca para evitar gritar. No sabía qué hacer, instintivamente miró a los lados buscando ayuda, pero estaba solo. Lo invadió nuevamente aquel impulso irrefrenable de echar a correr. Pero solo pudo alejarse con torpeza algunos metros, intentando tomar aire para recuperarse. En su cabeza no lograba recrear semejante tragedia, se preguntaba una y otra vez como era posible que esto hubiese sucedido. Azorado, se acercó con lentitud al montículo de piedras y supo inequívocamente que allí estaba Cándida.
Se desplomó de rodillas junto al túmulo y rompió en llanto. No pudo evitar recordar aquel día en que se vieron por primera vez, cuando los ancianos lo habían recibido igual que a un hijo.
Algunos brotes tiernos de verdor ganaban parte del lugar, rodeando la tumba. En aquel sitio, no supo cómo, pudo intuir algo de la esencia de Cándida. Y el joven doctor, comenzó paulatinamente a serenarse. Sintió aquella misma paz inexplicable del primer día, y se dejó envolver por ella como si fuese un cálido abrigo.
Minutos más tarde, algo más repuesto, se dirigió hasta el auto y regresó con el matafuego y una cobija que había traído en el asiento trasero, para el regreso con la pareja. Se paró junto a la puerta con el extintor en mano, y lo accionó. Los insectos que no cayeron muertos huyeron despavoridos. Una vez que se disipó el vapor, extendió la manta sobre el piso junto al catre, se quitó el delantal y con este se cubrió las manos. Sentía la carne deshacerse bajo la tela cuando tiró de los miembros del anciano. La náusea lo golpeó en espasmos secos y consecutivos, pugnando por salir.
Se mentalizó para aguantar, debía hacerlo, Ceferino no merecía quedar allí y ser carroña para los animales.
Finalmente, logró que el cadáver cayera sobre la frazada, de la cual tiró para sacarlo de la casa. Lo arrastró por varios metros hasta dejarlo en el mismo sitio que se encontraba Cándida. El viento sacudió los viejos trapos que tapaban los restos del anciano, escapándose una decena de papeles periódicos y entre ellos algo que le pareció familiar. El supuesto hijo del Nicanor se acercó al verlo y lo tomó.
Ceferino había muerto abrazado a la fotografía de aquel calendario que ahora Ulises tenía entre sus manos. En él había tachado los días casi hasta el final del invierno.
El médico lloró con amargura mientras cubría el cuerpo de Ceferino con las rocas que encontró.
Siempre se preguntó cómo pasaría, como sería perder a su primer paciente; pero jamás imaginó que pudiera ser una pareja, de esa manera y en un lugar tan desgarrador como ese.
Y se quedó allí, junto a ellos, hasta que el sol se inclinó y la sombra de su silueta se abrazó a las tumbas.
Seguir leyendo 👉 CAPÍTULO 6
Es tan real tu narración que impresiona. Me tenés pegada a la pantalla y no la suelto hasta el final.
ResponderBorrar