© 2018 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina
Los meses pasaron, el invierno ya llegaba a su fin, y en su retirada asestaba las últimas estocadas al humilde refugio de Cándida y Ceferino; que soportó estoico los embates de unas ventiscas gélidas, las más crudas del año.
Sumergido en la oscuridad, entre aquellas gruesas paredes de adobe, se encontraba Ceferino. Sollozaba junto al cuerpo agónico de su amada Cándida.
Aun flotaba el recuerdo de la visita de Ulises y el anhelo de conocer el mar, cuando la hipertermia, inesperadamente, se manifestó en ella.
Ceferino hizo todo lo posible para mantenerla fuera del alcance del frío y la humedad. Se esmeró en hacer que comiera y que no se deshidratara. Pero la fiebre nunca se rindió, y parecía ir paulatinamente en aumento.
Mientras tanto, a escondidas, el anciano contaba los días, tachándolos uno a uno en el reluciente almanaque. Rogaba, para que se urgiera el calor y trajera de regreso al hijo del Nicanor, seguro de que él sabría qué hacer.
Pero muy pronto, el hombre comenzó a notar los signos de debilidad en su esposa. Y al terminar la segunda semana, ella llegó al punto de no poder valerse por sí misma.
Los labios de Cándida fueron perdiendo su color y las manos se le tornaron grisáceas. Aun así, aquella mujer, con el aspecto de un ángel caído, le regalaba a Ceferino una sonrisa cada mañana. Hasta una tarde, en que la boca de la anciana se torció en una mueca que ahogó un grito de dolor. Luego, el cuerpo de Cándida comenzó a fallar, perdiendo la conciencia por intervalos prolongados. Inesperadamente, en medio de la penumbra, en uno de esos escasos momentos de recelada lucidez, Ceferino escuchó la voz de su esposa:
—¿El Tobías? —balbuceó, abriendo los ojos en exceso.
Ceferino giró la cabeza y escudriñó el recinto, pero no vio nada, solo logró oír al viento, el crepitar del fuego y los latidos acelerados de su corazón. Fue entonces que el dolor con el que convivía desde hacía décadas, lo apuñaló con la misma intensidad que el primer día. El de aquel terrible suceso en el que su hijo Tobías, de solo seis años, murió al caer por un barranco cegado por la cerrazón. Y de cómo se habían alejado del pueblo para escapar de tanto sufrimiento, refugiándose en la apatía de esa inmensa soledad. Cándida, pasado los años, añoró regresar a la villa, pero Ceferino nunca quiso. Sentía que los lugareños lo miraban con lástima y que, en aquel sitio, revivía su pérdida.
Ceferino la miró con ojos desbordantes de ternura y desesperación, y no hubo nada que pudiera hacer después de que ella pronunciara por segunda vez el nombre del niño. Fue cuando la muerte se presentó y en ese póstumo aliento, delante de sus narices, le arrebató el tesoro más grande que la vida le había regalado. Y Cándida, acunada entre sus brazos, simplemente dejó de respirar.
El anciano no pudo aceptarlo, enloquecido intentó ponerse de pie, alejarse de ella, pero cayó al suelo antes de lograrlo. Se arrastró por la tierra buscando huir y terminó con su cuerpo hecho un ovillo encajado en el rincón más lejano de la casa.
Desde ese recoveco, donde pasó toda la noche, la observó espantado. Y en ningún momento logró reunir el valor necesario para acercarse a Cándida y cerrarle los ojos.
Cuando al fin despertó, ya era de día y su mente se encontraba entreverada. Al ver el cadáver de su amada comprendió que aquella imagen no había sido producto de un mal sueño.
Se incorporó presuroso y quitó la tranca que bloqueaba la puerta. Al abrir, el frío lo embistió. Tomó una gran bocanada de aire, pero ya era inútil, tuvo varios espasmos abdominales y terminó vaciando el estómago a un lado de la vivienda. Luego, mareado, caminó algunos pasos y se dejó caer.
Media hora más tarde, despertó con su cuerpo decúbito en plena intemperie. Y aunque entumecido, decidió hacer un hoyo a unos metros. El frío intenso había resecado la tierra que parecía roca sólida.
Sin otra salida, entró a la casa y con una manta tapó la cara de Cándida, la alzó y la llevó al lugar donde había intentado cavar. Allí le dio sepultura bajo una pila de piedras blancas y filosas, muy comunes en la zona.
Quiso decir unas palabras, pero la culpa lo tenía embargado. Y se quedó allí, sin saber cómo seguir.
Unos minutos más tarde, nublado en su juicio por un oscuro arrebato, Ceferino intentó silenciar su dolor. Sin embargo, el cuchillo filoso y brillante que empuñó bajo el sol de ese día, jamás probó su carne. Se perdió entre las rocas de la tumba de su amada al caer de sus manos temblorosas, según él, por cobardía. Y allí, arrodillado frente al sepulcro, explotó en un llanto inconsolable de gritos ahogados en súplicas que imploraban perdón.
Lo carcomía la culpa, se sentía responsable por no haber aceptado volver al pueblo, tal vez Cándida seguiría con vida, atendida por un médico, o quizás jamás se hubiese enfermado. Se martirizaba por entender que no había sido capaz de darle un mejor porvenir. Le había fallado a ella y hasta el mismísimo Dios que le obsequió la dicha de encontrarla y la bendición para que compartieran la vida.
—Le falté al Padrecito Santo, le falté muy mucho —murmuró entre lágrimas. Ahora se creía maldito, seguro de que el día de su muerte quedaría a merced del mandinga que lo buscaría para llevárselo al infierno. Un castigo que sabía bien merecido, aunque por momentos pensaba que la sola muerte no era lo suficientemente justa para él, ya que el infierno verdadero era estar allí, vivo… y sin ella.
Aun así, aquel hombre, el mismo que rogó por el regreso del hijo del Nicanor y se sintió desahuciado; tomó la trágica decisión de encerrarse a morir por inanición.
Su cuerpo se fue deteriorando considerablemente con el paso de las semanas, consumiéndose en una muerte lenta y dolorosa. Hasta ese día en que ya no pudo incorporarse a reavivar el fuego. Ahora la oscuridad se aproximaba y con ella el frío más extremo.
Las últimas brasas de quebracho se extinguieron junto con la luz del atardecer. Irremediablemente, el impasible crepúsculo había traído consigo el silencio y la noche.
Con la mirada perdida y la voluntad quebrada como su cuerpo delgado y reseco, Ceferino esperaba la muerte. Agonizando, tumbado boca arriba sobre un sucio catre y cubierto con un par de viejas mantas, que trampeaban entre sí algunas hojas amarillentas de papel periódico. El sonido del viento que embestía la vivienda se hermanó con el vibrante pitido de su fatigosa respiración.
La luna, que se desplazaba lentamente bañando con su luz la profunda oscuridad, fue devorada por un grupo de nubes aglomeradas por los vientos. Ahora, las sombras que acechaban agazapadas, más espesas y envalentonadas, comenzaron a adueñarse de todo.
Nacida carente de luz y privada esa noche de la palidez lunar, la pequeña casita de adobe fue cubierta inexorablemente por una niebla helada que afuera escarchaba el rocío sobre las piedras.
—Que bendita y dulce es la muerte —balbuceó el anciano entre dientes, como invitándola a pasar, anhelando en su somnolienta agonía la llegada de ese sueño eterno. Ese, que pondría fin a su calvario.
Y Ceferino se perdió, como tantos otros, en las frías noches de la estación del olvido.
Seguir leyendo 👉 CAPÍTULO 5
Pablo, conmovedor relato de la agonía y la muerte, unida a las razones de dejarse ir. Un genio al expresar emociones tan intensas, algo nada fácil. La historia va en aumento, tanto en belleza como en intensidad. Un capítulo excelente!
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