© 2018 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina
Ulises regresó a la ciudad ni bien comenzó el otoño. Ya no era aquel joven dubitativo que su padre recordaba, esa sombra discreta que habitaba la casa familiar. Al llegar, reunió a sus padres en la sala principal del caserón. Les comunicó, sin ningún tipo de rodeos, que esa misma tarde se mudaría a un pequeño departamento sobre la costa.
Su madre, parecía feliz; en cambio, Jorge, por primera vez en su vida, se había quedado mudo.
A Elizabeth la comenzó a tratar su hijo y progresó con rapidez, una vez que Ulises le quitó toda la medicación que le suministraba Mielles. La mujer, con el tiempo, terminó separándose de Jorge Grande, y comenzó una nueva vida.
El señor Grande jamás lo admitió, pero la separación de su esposa le afectó más de lo que esperaba. Con los años se radicó con sus empresas en el extranjero, pero jamás se divorció de sus dos amores: Elizabeth y el dinero.
El doctor Mielles corrió con la suerte que se había forjado, en cada foto o entrevista que conseguía, detentando la fama de sus pacientes elitistas. Y encontró aquella popularidad que tanto ansiaba, aunque no del modo que lo había soñado. Fue acusado de mala praxis en un caso que se volvió mediático, el centro de atención de la mayoría de los medios de comunicación. Los diarios lo traían en sus portadas y las cadenas televisivas transmitieron programas especiales en horario de prime time con récord de audiencia. Enfrentó un juicio largo que no le resultó nada favorable. Su matrícula fue inhabilitada y sufrió un embargo millonario. Pasó años lejos del lujo y la frivolidad que veneraba, hospedado en la cárcel central de la ciudad.
Ulises, ya estaba instalado en el nuevo departamento y ese día disfrutaba de una caminata matutina por la playa. Al mediodía almorzaría con su amigo Nicanor, ansioso por contarle sobre Penélope: una enfermera del CSMS con la cual había comenzado una relación prometedora.
Se detuvo en un claro desolado y extrajo de la mochila una lona y un refresco. Y se sentó allí, a contemplar el paisaje, viendo las olas romper contra la escollera. Al terminar la bebida, sacó de entre sus pertenencias el almanaque de Cándida y Ceferino. Con un rotulador escribió sobre el calendario los nombres de ambos ancianos y, en el centro, la palabra “GRACIAS”. Lo introdujo enrollado dentro de la botella y la selló con cinta aislante. Luego, caminó con aire ceremonial hasta el final del espigón, con los ojos fijos en el horizonte; allí, donde dicen que el océano y el cielo se unen. Y, acompañando el movimiento de la mano con una inspiración profunda, arrojó la botella al mar.
FIN
Qué decirle, Pablo, ante tamaña obra. Me ha pillado por completo. No soy un tío de comentar, pero es que me ha resultado imposible no hacerlo. Su técnica es depurada y además le habéis puesto alma y corazón. Enhorabuena!
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