MÚSICA DEL CIELO

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“El verdadero arte es imperecedero”
Ludwig van Beethoven

Cuenta una leyenda que, en el verano de 1801, un hombre salvó al mundo. Ludwig, ese era su nombre, un ser que poseía una particularidad que lo distinguía del resto: la capacidad de escuchar las cosas con todo su cuerpo. Lo hacía con las manos, los pies, los ojos, con cada escalofrío que recorría su espina, y principalmente con el corazón; aunque las personas, al igual que la ciencia médica, lo consideraban sordo, pues no podía percibir ningún sonido con los oídos. Esto lo volvió un hombre solitario e incomprendido, expuesto a la mirada displicente de ajenos y propios; algo que lo llevó a apartarse de la sociedad, a vivir alejado de las grandes urbes, provocando finalmente que los citadinos lo tildaran de loco y huraño. Pero nada de esto parecía importarle a Ludwig, que pasaba sus días tocando el piano, aun cuando todos creían que eso era físicamente imposible para alguien como él.

Por las noches, salía a caminar por el claro hasta una laguna cercana al caserón donde vivía. Allí, se desnudaba y nadaba hasta la parte más profunda, donde flotaba boca arriba para contemplar a la luna con fascinación. Por momentos compartía sus pensamientos con ella, contándole todas sus miserias, en un ritual que pronto se volvió imprescindible en su vida. Estar en aquel lugar con las orejas sumergidas, escuchar su propia voz en la mente, captando las vibraciones acuosas como le sucedería a cualquier otra persona, lo hacía sentir parte de aquel mundo que tenía vedado. Y eso de alguna forma lo reconfortaba.

Entonces, ocurrió que una de esas noches, Ludwig se asomó por la ventana de su alcoba para cerrar los postigos y no encontró a su amiga. Imaginó que estaría oculta por algún grupo de nubes que en su fortuito deambular se les había antojado interponerse. Sin demora, dejó la propiedad en dirección a su ritual nocturno esperando divisarla, pero en el camino notó que el cielo estaba completamente despejado. Alarmado, apuró el paso y llegó hasta aquel espejo de agua para encontrar a la luna flotando en el centro. Su primera reacción fue alzar los ojos al firmamento, creyendo que lo que veía abajo era el reflejo de su compañera sobre la superficie, pero quedó atónito cuando arriba solo encontró un espacio oscuro rodeado de estrellas.

Desesperado, se arrojó al agua y nadó hasta alcanzarla. Al llegar junto a ella notó que su tamaño no era mayor al de un carruaje y que su luz parecía mucho más tenue de lo que recordaba. Quizás fue por puro instinto, como quien quiere rescatar a alguien que se estuviera ahogando, que comenzó a empujarla hasta la orilla. Desde ahí la llevó rodando por el claro hasta el jardín que daba al fondo de su propiedad, y se sentó frente a ella a contemplarla sin saber qué hacer.

Los minutos pasaban y el clima se volvió inestable, una tormenta de violencia inusitada se desarrolló con sorprendente celeridad. Fue cuando Ludwig comprendió que la presencia de la luna en la tierra sumiría al mundo a un desbalance catastrófico que presagió irreversible. Apoyó las manos sobre su confidente, esperando esta vez poder ser él quien escuchara sus aflicciones, pero la pobre en su estado de atonía se mantuvo en silencio. Ludwig, pensó decenas de posibles estrategias que ayudaran a su compañera nocturna a elevarse nuevamente hasta su lugar en el cosmos, pero todas las ideas le parecieron inverosímiles; hasta imaginó buscar fragmentos de estrellas para alimentarla.

Ludwig se lamentó largamente, se sentía responsable, imaginando que tal vez esa tristeza que él siempre depositaba en ella la había afectado, disminuyendo su diámetro hasta ser atraída por la tierra.
De pronto recordó aquello que a él lo hacía feliz, la música. Y le pareció que ese mágico idioma universal que tanta contención y disfrute había traído a su vida, podría ser la única esperanza que le quedaba al mundo.

Abrió los ventanales que conectaban los fondos con el viejo caserón y el viento entró con bravura destrozando floreros, lámparas y adornos, mientras Ludwig empujaba con todas sus fuerzas el piano hasta el jardín. Con premura, se colocó frente al instrumento y comenzó a tocar. Las notas, nerviosas y disonantes, se rendían sin causar ningún efecto sobre la luna, perdiéndose entre los quejidos de la naturaleza. Árboles cercanos, sacudidos por los vientos arremolinados, eran mutilados en sus ramas y hasta algunos sucumbían abatidos, entre los tímidos ecos del piano.

Ludwig golpeó el teclado con frustración, observando cómo todo a su alrededor se deshacía. Entonces lanzó una mirada desconsolada al cielo, y allí estaban las estrellas, solitarias, serenas, en inmóvil apatía y ajenas a la destrucción en la tierra, distribuidas caprichosamente sobre ese lienzo oscuro. Fue cuando notó un patrón en las distancias que existían entre ellas e imaginó un pentagrama que las contuviera a todas; una partitura que solo un hombre con su peculiaridad era capaz de escuchar con los ojos y el corazón.

Y así, trasladando esas posiciones al teclado del piano, comenzó a ejecutar la más maravillosa melodía jamás oída en el planeta. La luna gradualmente aumentó su tamaño y brillantez, y poco a poco se fue separando del suelo, elevándose. Ludwig, con lágrimas en los ojos, seguía leyendo las estrellas tocando con total pasión aquella música del cielo, al tiempo que las tejas del caserón eran arrancadas de cuajo por el temporal incrementado por el despegue de su compañera. Mantuvo la intensidad de la ejecución, soportando la inclemencia reinante, y cuando el satélite natural había logrado una buena velocidad de ascenso y altura, una de las ráfagas lo embistió de lleno, tumbó el piano y arrojó a Ludwig contra los ligustros.

Después de unos segundos de aturdimiento, se incorporó haciendo caso omiso del dolor, para comprobar que el astro, con el impulso que le había dado la música del cielo, seguía en franco ascenso. Entonces luchó contra el viento y el follaje entreverado hasta llegar a la laguna. Y sin sacarse la ropa, nadó hasta la mitad, como lo hacía siempre en su ritual de cada noche.

Desde la luna, en su regreso al espacio, se podía ver el claro, el caserón destrozado y el rostro feliz de Ludwig flotando en el agua, pálido, bañado por la luz. Y a medida que su amiga se alejaba de la tierra, los reflejos de las estrellas en el lago se fueron multiplicando hasta que ese hombre que la había salvado, y que también había salvado al mundo, en el centro de todo aquello, se hizo tan pequeño como una estrella más entre todas ellas.


Obra perteneciente al libro:
“MÚSICA EN PALABRAS”
ISBN: 978-9878535241
Editorial Dunken © 2024






 
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© 2023 Pablo Alejandro Pedraza
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