SUEÑO Y PESADILLA

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Camino por la ciudad, sin un destino claro, su recuerdo me acompaña a cualquier lugar que vaya, al igual que un perro fiel. La Torre Isabel se alza en el fondo del paisaje citadino, sus cuatro relojes marcando al unísono el avance del tiempo, le dan un marco existencial a mis pasos. Dentro, el martillo espera la siguiente hora para descargar su golpe perpetuo sobre la campana del Big Ben. Me abro paso con los ojos entre las edificaciones y pronto descubro la silueta del Palacio de Westminster, que emerge triunfante de la neblina mientras la Torre Victoria recuesta su reflejo sobre el río Támesis.

El parlamento se encuentra reunido, la luz de Ayrton resplandece desde el chapitel de hierro fundido y su punta atraviesa el manto gris del cielo londinense. Hoy, el halo de altivez del puente Westminster me hace verlo más extenso que de costumbre, si ella estuviera aquí, me diría que como extranjero que soy aún me falta adquirir una buena dosis de “Pompa y circunstancia”. Tal vez siempre seré ese forastero a pesar de los años, un rostro extraño de una tierra lejana y sin corona; condenado por el recuerdo de ella que me ata a esta ciudad.

Detengo la marcha y cierro los ojos, el corazón me late acelerado al sentir su cercanía, la misma esencia que aún parece vivir en el perfume de su almohada. Y no puedo evitar rememorar nuestras manos entrelazadas sobre las sábanas, el color de sus labios y el sabor dulce de aquellas promesas; imágenes perfectas que solo viven en mi mente.

Regreso al puente y alzo mis párpados, la mirada se me zambulle en el río y escucho mis pensamientos gritar con vehemencia: “nunca permitiré que el tiempo se la lleve”. Y no me avergüenza reconocer que hay mañanas en las que demoro en abrir los ojos para sentirme unos minutos más a su lado; hasta que vuelvo a perderla cuando me alejo del mundo de los sueños.

Hace unos días bailamos juntos en la cocina, mientras en la radio pasaban nuestra canción favorita. Y me colmé de hidalguía al imaginarla entre mis brazos, aunque sé que soy un caballero de mil batallas en las que nunca logro rescatarla de la muerte.

Continúo y dejo atrás el puente con dirección a Lambeth y me dejo enredar por las calles, hasta que llego a ese cruce donde nos conocimos. La avenida es transitada y hay horarios en la que se vuelve peligrosa. Justamente aquí, fue donde la tomé del brazo y la atraje hacia mí, para evitar que fuera atropellada por un Routemaster. Ella se quedó pálida por un buen rato, al imaginar lo que le hubiese ocurrido si yo no la detenía. A unas pocas cuadras se encuentra la cafetería, donde el destino quiso que selláramos ese primer encuentro.

Atravieso la avenida en aquel mismo sitio, el que ahora por siempre es nuestro. Puedo sentir su mirada desde el otro lado de la acera, clara e intensa, que me ciega por completo. Y es que a veces parezco vivir en perpetua somnolencia, intentando así no alejarme de su centro.

Hace un tiempo que al despertar no logro distinguir si es hoy, ayer o mañana. Solo tengo esa certeza que me invade, la de encontrarme siempre solo cuando la lucidez me alcanza. Y el dolor se hace parte del oxígeno, cuando regreso a esta pesadilla de vivir sin ella.

Sin notarlo, sin saber cómo, aparecí en la entrada de nuestro departamento, dejando atrás a la ciudad dormida. Aquel dolor, que desde el día de su muerte me acongojaba el pecho, se había ido.
Al entrar me encontré con ella que corrió a mis brazos, y yo intenté no mirarla a los ojos, pues cada vez que lo hacía, desaparecía. Pero esta vez pude sentir sus brazos que me rodeaban con infinita ternura, y una paz levitante, envolvió nuestros cuerpos. Quise hablar, preguntarle cosas, estaba perplejo, imaginaba que pronto despertaría, para caer en la cuenta de que seguía solo.

Ella me miró sin hablar, aunque de alguna manera podía escucharla. Así supe que siempre estuvo aquí, junto a mí, que nunca me había abandonado. Pude ver en mi mente, todas las veces que ella me había abrazado al verme desfallecer de tristeza, o tomaba mis manos entre las suyas para detener los temblores que me provocaba el dolor de su ausencia, o simplemente se recostaba en nuestro lecho a velar por mis sueños. Y entre todo aquello, repentinamente, lo comprendí. No había regresado de la caminata. Mi cuerpo nunca llegó al departamento, yacía en el asfalto, en aquella misma avenida donde alguna vez nos conocimos.


Obra semifinalista del décimo Mundial de Escritura 2023



© 2023 Pablo Alejandro Pedraza
 Buenos Aires, Argentina
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