Una imagen tosca tenía la fachada de aquel edificio, con sus letras de acero sobre la entrada. Aun así, doña Paula, se adentró por el pasillo hasta la recepción. Después de un llamado por el conmutador, el personal de guardia autorizó su acceso. La mujer avanzó hasta perderse dentro del ascensor, con un andar distinguido y petulante. Se acomodó el pelo y estiró su falda, mientras la luz del panel ascendía hasta el piso correcto.
Una vez allí, la secretaria la invitó a pasar sin demora. El jefe policial, tras su escritorio, la observó por un instante sin levantarse a recibirla. La mujer, sin el menor titubeo, recorrió la alfombra de terciopelo rojo que la llevó directo hasta él. No lo saludó, tampoco tomó asiento, no pensaba andarse con rodeos. El hombre de uniforme azul permaneció con la mirada baja, ensimismado en unos documentos, cuando ella le soltó la primera frase:
—¿Qué crees que haces?
—¡Trabajando! ¿No lo ves? —le respondió al señalar una pila de papeles.
—Lo único que veo es que ese sillón te sigue quedando grande, hermanito.
El hombre revisó las medallas en su pecho, se aseguró de que estuvieran perfectamente alineadas, antes de levantar la cabeza y mirarla a los ojos.
—¿A qué viniste?, pensé que todo había quedado claro esta mañana por teléfono.
—Roberto, vas a ayudarme con Clarisa y no acepto una respuesta negativa de tu parte…
—¡No tengo tiempo, Paula! ¡Ya te lo dije! Tú debes encargarte de esto, en definitiva, es tu hija.
Una ola de odio invadió el cuerpo de la mujer que con los labios apretados le lanzó una mirada asesina.
—¡Qué fácil te olvidaste hermanito, las veces que recibí las terribles palizas de nuestro padre en tu nombre! ¿Acaso no puse siempre mi cuerpo en medio para protegerte? ¿O no me porté como una buena hermana mayor cuándo le pusimos fin a todo aquello?…
—¡Basta! ¡No sigas más con eso! ¡Deja el pasado en paz!
—¿Pasado? ¡Imbécil! ¡El pasado está aquí, acechándonos! ¿No lo ves? —estalló la mujer, dándose media vuelta para alejarse e intentar recobrar la calma. Caminó hasta la mitad de la sala y se quedó de espaldas a su hermano por un minuto o casi dos. Luego de escudriñar el lugar con detenimiento, posó su mirada en un cuadro que presumió valioso.
—Bonita oficina, amplia y elegante —dijo, al girar hacia él—: En tu lugar, me cuidaría de no perderla.
El hombre, de mala cara, giró la vista al ventanal sin emitir ningún sonido. Se quedó en esa postura, inmóvil, mientras su hermana, que parecía dispuesta a salirse con la suya, redoblaba el ataque:
—Tú sabes muy bien que Clarisa y ese doctorcito, no pueden estar juntos. ¡¿Hace falta que te recuerde lo que le hiciste a su esposa?! —lo increpó la mujer con tono amenazante.
—¡Por favor baja la voz!…
—Ahora me vas a decir que es una casualidad que este tipo se fijara justo en mi hija ¡Yo no me lo creo! ¡Para mí que sospecha algo!
—¡De acuerdo! Mañana voy a hablar con Clarisa… ¿Satisfecha?
—¡No, Roberto! Parece que no lo entiendes. Cuando una mujer tiene ese tipo de sentimiento, como la marmota de mi hija por este viudito matasanos, no sirve de nada conversar. Hay que actuar. Y debe ser hoy, sin falta.
—¿Y qué propones?
—Algo definitivo, directo. ¡Vamos a tener que ensuciar la ropa del doctor!
—¿Ensuciar su ropa?…
—¡Sí! ¡ENSUCIARLO! ¡Taparlo con tres metros de tierra! ¿Qué te pasa, ahora perdiste los huevos? Vamos, déjate de estupideces y ofréceme algo fuerte que me tienes aquí con la garganta seca.
La conversación se extendió por poco más de una hora, y antes de que ella abandonara la habitación, los ojos de los hermanos se encontraron con la misma expresión de complicidad que los llevó a convertirse en huérfanos. Y solo eso bastó, al igual que aquella vez en su juventud, para sellar lo acordado.
Cuando doña Paula dejó atrás el edificio, el día ya había llegado a su fin y la oscuridad se adueñaba de las calles. En el asiento trasero del taxi, amparada por la penumbra, la mujer sonrió. Satisfecha por lo que sucedería esa misma noche.
Todo, por el bien de la familia.
Obra ganadora del ROI 2020 de cuento libre
Publicada en la antología: “Puente al infinito”.
Editorial Dunken © 2022
© 2019 Pablo Alejandro Pedraza
Buenos Aires, Argentina
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